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Actualizado: 7 de julio de 2025
A Leocadia le mortificó el suceso más que a su madre, pero de otro modo. Mientras Pepe se limitó a trocar la clase por el destino del Senado, decía: «A mi hermano le han empleado» y en el tono con que lo pronunciaba descubría algo de amor propio satisfecho.
Todos los ensueños de doña Mencía se habían realizado. Estaba él cubierto de gloria, era llamado el Gran Capitán. Su nombre se pronunciaba y se oía con respeto en todas las regiones de Europa. De él había dicho el más discreto y perfecto caballero cortesano que en aquella edad tuvo Italia, que, «en paz y en guerra fue tan señalado, que si la fama no es muy ingrata, siempre en el mundo publicará sus loores y mostrará claramente que en nuestros días pocos reyes o señores grandes hemos visto que en grandeza de ánimo, en saber y en toda virtud no hayan quedado bajos en comparación de él».
Dijeronle que mas adelante habia un muchacho, que habia estado algun tiempo en una de esas ciudades, y que sabia la lengua de los cristianos: llegó allá el padre, dió con el muchacho, y vió que sabia español, aunque pronunciaba mal.
Se imaginaba la escena de violencias y crueles tormentos que Elena iba a sufrir, y su imaginación estaba tan impresionada por aquel doloroso espectáculo, que permaneció inmóvil y como petrificada delante del castillo: Una voz que pronunciaba su nombre le hizo alzar la cabeza y le arrancó un grito de alegría.
Mucho me alegraría de que así sucediese respondió la niña con perfecta naturalidad. Castro hizo una defensa apasionada de su amigo, lo recomendó con toda eficacia a la benevolencia de Esperanza. Mas al verter en el oído de ésta algunas exageradas frases de elogio, el tono displicente con que las pronunciaba y la sonrisa burlona que no se le caía de los labios, las desvirtuaban bastante.
De pronto oyó una voz suave y grata, que pronunciaba su nombre con sin igual ternura, y le pareció que ni antes, ni después, ni nunca en lo infinito del tiempo, se dijo ni dirá nombre de mujer con semejante acento. En el balcón inmediato al que ocupaba Cristeta estaba don Juan. Alargando un brazo cada amante, pudieron estrecharse las manos. ¡Imprudente! dijo ella . ¡Quieres comprometerme!
Y el señor Rosendo pronunciaba una de estas tres frases: Menos mal. Un regular. Condenadamente. Aludía a la venta, y jamás se dio caso de que agregase género alguno de amplificación o escolio a sus oraciones clásicas. Poseía el inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la muerte y hasta a la dicha.
En secreto, cuando estaban en familia, murmuraban todos de él, le ponían como un trapo, según la expresión vulgar, y esto no dejaba de ser también un placer, o por lo menos, un pie socorrido de conversación: de vez en cuando D. Bernardo le llevaba a su cuarto y le pronunciaba un largo discurso para llamarle al orden y recordarle sus deberes naturales y sociales, la dignidad del caballero, el decoro de la familia, etc., etc.
Diole a Currita ganas de reír la pomposa hinchazón con que pronunciaba el ministro demócrata aquellas sonoras palabras: Palacio..., majestad..., rey..., reina, que parecían llenarle la ancha bocaza, y preguntó con su suavidad acostumbrada: ¿Quién?... ¿La Cisterna?... Crecióse el ministro como un toro de Veragua al que plantan una pica.
Su vida interna, durante aquellos seis meses, había sido devorada por una actividad febril, ansiosa, mareante, disimulada con esfuerzo bajo actitud tranquila y altiva. A veces la sorda irritación que la minaba no podía resistir tanta presión, y estallaba en un flujo de palabras candentes, injuriosas, que pronunciaba en voz baja, al advertir algún signo de inteligencia entre los traidores.
Palabra del Dia
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