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Actualizado: 21 de junio de 2025


¡Dios sobre todo! murmuró, suspirando al pensar que tendría que habitar un pueblo de calles angostas y encontrarse con gente a cada paso. Siguió andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba próxima la vasta mole de los Pazos. El postigo debía estar abierto.

Dejamos mi relato, señor Miguel de Cervantes, en el lugar en que, habiendo abierto Lisarda el postigo, entrose por él don Baltasar de Peralta, y en aquel mismo momento, y antes de que el postigo se cerrase, metiéronse por él espada en mano mi padre y su primo Francisco de Rivalta, que este era el nombre de mi difunto marido.

Decía yo que por el postigo, aun entreabierto, entráronse empujándole, y espada en mano, mi padre y su primo Francisco de Rivalta; y como el aposento estuviese oscuro, Rivalta abrió una linterna que a prevención llevaba, y encontráronse con que, hecha una estatua a causa del espanto, estaba a poca distancia del postigo Lisarda, y junto a ella, con la espada en la mano, y mirando a aquella mala mujer, todo asombro, a don Baltasar de Peralta.

Apenas había salido y cerrado el duque, cuando resonaron en la calle, como por ensalmo, delante del postigo, cuchilladas, y poco después, unas segundas cuchilladas más abajo, unieron su estridor al de las primeras. El duque de Lerma subió cuanto de prisa le fué posible las escaleras, llamó á algunos criados, y los envió á saber qué había sido aquello.

El grito evidentemente le había asustado. En otra ventana de la misma casa apareció la vieja Señora Hibbins, hermana del Gobernador, también con una lámpara que, aun á la distancia en que se encontraba, dejaba ver la expresión displicente y dura del rostro de la señora. Esta asomó la cabeza por el postigo y miró hacia arriba con cierta ansiedad.

¿Qué es esto? dijo don Juan , ¿nos habremos equivocado de puerta ó se habrá arrepentido doña Clara? No; sino que aquí también hace sueño, ¡ya se ve! ¡es tan tarde! Y Quevedo bostezó y llamó por segunda vez. ¿Quién llama? dijo tras el postigo una soñolienta voz de mujer. ¿No os lo dije? dormían contestó Quevedo ; ¿pero qué hacéis que no contestáis? ¿Quién es? dijo la voz de adentro más despierta.

Venid dijo el duque de Lerma después de haber meditado un tanto. El alcalde siguió al duque. Decid, señora dijo Lerma á doña Ana , ¿dónde está el difunto? Doña Ana se estremeció. Nada temáis dijo el duque ; voy á salvaros. El sargento mayor dijo doña Ana está en un patinillo, junto al postigo que da á la calle de San Bernardino. Guiad, pues, señora; alcalde, venid.

El duque tiró de ella, llegó al postigo, tomó la llave de la parte de adentro, la puso por la parte de afuera, cerró, guardó la llave y se alejó con Esperanza. A la revuelta de la primera calle, el duque dió una palmada. Acercaron una ancha silla de manos, y Esperanza y el duque entraron en ella. La silla se puso inmediatamente en movimiento. Esperanza guardaba silencio; el duque meditaba.

Confuso, sin atreverse á alegrarse, temeroso de una nueva desdicha, el cocinero mayor salió y siguió al carcelero. Se cerró de nuevo la puerta y se oyeron los tres cerrojos y las tres llaves. Cuando el duque de Lerma, de vuelta de la casa de doña Ana, llegó al postigo de la suya, se le atravesó un bulto embozado. ¡Hola! le dijo aquel bulto ; detente y escucha.

El Magistral en vez de entrar en la huerta por el postigo por donde habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en las cocheras, de donde hizo sacar su miserable berlina de alquiler. Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba. Encontró el Magistral al Marqués que no quería dejarle marchar en aquel estado....

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