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Actualizado: 9 de junio de 2025
Era un amigo: la portera se había descuidado. Otro campanillazo, dos más, el último a la desesperada, mucho más fuerte... y el inoportuno bajó lentamente la escalera como quien da tiempo a que abran y le llamen. Las tres menos diez. Hasta las flores, mal puestas en los búcaros, caídas y doblados los tallos, parecían cansadas de esperar. Silencio completo.
Resuelta a salir de dudas, aquella misma tarde se lió en un mantón, púsose un pañuelo de seda a la cabeza y en tan chulesco atavío, que era como mejor estaba, se fue al núm. 78 de la calle de Belén, apenas cerró la noche. Cinco minutos después, según suele acontecer entre gente de poco más o menos, estaba en amigable diálogo con la portera. ¿Cómo se las arregló?
Mientras tanto él cogió al niño, que se hallaba a la izquierda, y más ligero que un gamo subió a la guardilla. Inmediatamente, encargándole que le aguardase sin chistar, bajó al portal y allí recibió los cigarros que la portera le trajo. Luego, con la mayor tranquilidad, subió de nuevo a su laboratorio. ¡Momentos de amarga felicidad para el sabio!
La portera tenía á esta mujer por alemana, pero ella hacía constar su condición de suiza. Desempeñaba el empleo de cajera en un almacén que no era el de su compañero. Por las mañanas salían juntos, para separarse en la plaza de la Estrella, siguiendo cada uno distinta dirección.
Allí fue la primera decepción. La portera le dijo que efectivamente había vivido en la casa una chica que era del treato, pero que el mes anterior la desahució el amo porque no pagaba, y además por escandalosa y descarada.
Interrogada la portera de la casa, respondió que el señor Roussel estaba en París, del que no se había movido, y que acababa de entrar en su casa. Á Clementina se le subió la sangre á la cabeza; se vió burlada, desdeñada; el temor y la cólera la sublevaban al mismo tiempo.
La portera de su casa me dijo que la infeliz había estado en buena posición pero que se veía ya en la mayor miseria, sin que ganase cosiendo lo bastante para mantener a su hijo, niño de cinco años. Subí a su sotabanco, ni más ni menos que en las novelas, y para hablar con ella inventé una piadosa mentira. La esperanza de la limosna hizo que no se parase a inquirir si yo decía o no verdad.
Todo era inútil: en los teatros no se le veía, la portera seguía esperándole, y los revisteros de salones sin nombrarle. ¿Cuál sería la causa de tan prolongada ausencia? ¿Por huir de ella? ¡Ojalá! Señal de que no la había olvidado. ¿Estaría preso en brazos de otra?
La portera me dijo que esperara en el locutorio, y al poco rato de estar allí corrióse la cortina de éste y vi dos monjas. No sé cómo pude mantenerme en pie. Una de ellas era Inés.
La portera y la otra monja no la pudieron contener, y Guillermina salió al patio por la puerta que lo comunica con el vestíbulo. «Guillermina gritó Sor Natividad desde arriba , no salgas... Cuidado... mira que es una fiera... Ahí tienes, ahí tienes la alhaja que tú nos has traído... Retírate por Dios, mira que está loca y no repara... Hazme el favor de llamar a una pareja de Orden Público».
Palabra del Dia
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