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Todas estas casas tienen ascensor, y todos estos ascensores tienen un letrero que dice: «No funcionaEn una, sin embargo, el ascensor carecía de letrero, lo que me hizo pensar muy mal del servicio. Esta casa es la que no funciona bien me dije. Y, dirigiéndome a la portera, la interrogué sobre el particular. Me había equivocado.

Tantos y tan frecuentes parabienes recibía la señora Bonnivet por la belleza de su sobrina, que se decidió a hacer algunos sacrificios, con objeto de educarla: la hizo entrar en una escuela gratuita, donde aprendió a leer y escribir; brillante progreso cuyas ventajas no tardó en apreciar la señora Bonnivet, que en sus funciones de portera difícilmente descifraba los sobres de las cartas y equivocaba constantemente los periódicos que debía entregar a los inquilinos.

Había llenado los blancos con sus nombres y cualidades, y al pie figuraban las firmas de dos habitantes de la rue de la Pompe: un tabernero y un amigo de la portera. El comisario de policía del distrito garantizaba con rúbrica y sello la responsabilidad de estos honorables testigos.

¿Se ha mudado aquí hace pocos días una señora que se llama doña Rosa? preguntó a la portera. Segundo: hay entresuelo. Si grandes fueron las cavilaciones que mortificaron a don Luis desde que salió del saloncito de la Marquesa hasta llegar allí, aun crecieron mientras subió la humilde escalera de aquella vulgarísima casa.

Prorrumpió en una exclamación que asustó á la portera y enseguida, tomando su partido en un segundo, se lanzó á la escalera, subió los dos pisos, llamó con violencia, y sin preguntar nada al criado, que la conoció y estaba estupefacto, entró como una avalancha en el gabinete de su primo.

Según las manecillas del reloj iban avanzando despacito, comenzó a recapacitar si todo estaba dispuesto y en su punto. Nada ni nadie podría turbarles. Los criados fueron alejados engañosamente, y la portera advertida de que sólo dejase subir a la señora que había de llegar a las tres.

Por lo demás, ella tiraba del cordón y hacía recados, mientras su sobrina hacía conquistas; porque no se podía, en modo alguno, pasar frente a la habitación de la portera sin admirar a la pequeña Judit, que entonces tendría apenas doce años.

De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas, estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el camino nocturno. En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia la portera, su grito: Federico! ¡Un perro rabioso!

Aman al escondite. ¡Y verlos hablar quedito y de rezado! ¡Pues sufrir una vieja que riñe, una portera que manda y una tornera que miente! Y lo mejor es ver cómo nos piden celos de las de acá fuera, diciendo que el verdadero amor es el suyo, y las causas tan endemoniadas que hallan para probarlo.

Después habían desaparecido... La portera declaraba con notoria agudeza que, a su parecer, el señor se había largado por el tren, y la individua, señora... o lo que fuera... andaba por Madrid. ¿Pero dónde demonios andaba? Esto era lo que había que averiguar.