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No, niña de mi alma replicó él sentado en el suelo sin descubrir el rostro, que tenía entre las manos . ¿No ves que lloro? Compadécete de este infeliz... He sido un perverso... Porque la Pitusa me idolatraba... Seamos francos. Alzó entonces la cabeza, y tomó un aire más tranquilo. Seamos francos; la verdad ante todo... me idolatraba.

Con gesto imperioso, al que siguió una patada, la Pitusa ordenó a las dos arrapiezas que se fueran a su obligación en la puerta de la calle; el Comadreja bajó a despachar, y quedándose solas la Benina y su amiga con el pobre Ponte, le vistieron del levitín y gabán para llevársele. «Aquí en confianza, D. Frasquito le dijo la Benina , cuéntenos por qué no hizo lo que le mandé. ¿Qué, señora?

Por toda respuesta, la Pitusa mandó a Benina que la siguiera, y ambas, agachándose, se escurrieron por el agujero que hacía las veces de puerta entre los estantillos del mostrador. De la otra parte arrancaba una escalera estrechísima, por la cual subieron una tras otra. «Es una persona decente, como quien dice, personaje añadía Benina, segura ya de encontrar allí al infortunado caballero.

Pues lo tomo, señora dijo Nina gozosa ; que esto no es de despreciar... Vienen a estas pesetillas como caídas del cielo, porque tengo una deuda con la Pitusa, calle de Mediodía Grande, y lo arreglamos dándole yo lo que fuera reuniendo, y peseta por duro de rédito. Con esto llego a la mitad y un poquito más. Pedradas de estas me vengan todos los días, señora Juliana.

Manifestó Benina a la Pitusa que era un dolor mandar al Hospital a tan ilustre señorón, y que ella se determinaría a llevarle a su casa, ... Hirió la mente de la anciana una atrevida idea, y con la resolución que era cualidad primaria de su carácter, se apresuró a ponerla en práctica con toda prontitud. «¿Quieres oírme una palabrita? dijo a la Pitusa, cogiéndola por el brazo para sacarla de la cocina.

La Pitusa tenía mucho calor, y cogiendo un abanico que junto a la almohada tenía, empezó a abanicarse. Es preciso que lo sepas volvió a decir Maxi con cierta frialdad implacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato . Tu verdugo no se acuerda ya de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer.

Creyó que estaba muerta o que le faltaba poco para morirse; mandó a Encarnación en busca de Segunda y de José Izquierdo, y cogiendo la cesta en que Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No me determino a llevármelo pensó el buen viejo . Pero al mismo tiempo, si esos brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve... ¡Ah!, no; yo cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus piernas no muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista, volvió a subir y se aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca, que casi se tocaban cara con cara. «Fortunata... Pitusa» murmuró echando talmente la voz en el oído de la joven.