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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Bajo la impresión de estas ideas fue que recibió al marqués cuando fue a casa de ella al otro día en la hora que la vizcondesa le había fijado. Pierrepont se presentó muy serio, y su hermoso rostro, aunque un poco alterado, no conservaba traza alguna de aquella perversa risa que se apoderara hacía tiempo de su semblante a guisa de mueca nerviosa.

En los mismos momentos en que los dos maridos abandonaban la sala, Pierrepont, pareciendo obedecer contra su voluntad una orden de Mariana, se levantaba y salía de su localidad. Beatriz, que tras del abanico no cesaba de mirarlo, sintió que el corazón se le saltaba del pecho, y aun tuvo que ponerse sobre él la mano para contener sus violentos latidos.

Después de lo ocurrido entre Pierrepont y Beatriz no había ya ni que hablar siquiera del viaje de aquél: hasta discutir el punto les pareció ocioso y no lo hicieron, pero no podía prescindirse de explicar este repentino cambio de ideas a las personas a quienes pudiera interesar.

El día en que la señora de Montauron impuso a Beatriz el sacrificio definitivo de su amor hacia Pierrepont, destruyó por el hecho el motivo único que tenía la huérfana para tolerar la mísera existencia que arrastraba al lado de la baronesa, y desde ese momento el disculpable sentimiento de sorda irritación que la joven nutría hacia su dura protectora habíase cambiado, en esta alma contenida pero ardientemente apasionada, en verdadero horror.

Era esta tía la baronesa de Montauron, por su familia Odón de Pierrepont; cifraba en su apellido el más grande orgullo y era viuda y sin hijos, circunstancia que no la entristecía, puesto que, merced a ella, proponíase disponer a su muerte en favor de su sobrino, de los cuantiosos bienes que heredara de su difunto marido, dando por esta combinación nuevo brillo a los un tanto deslustrados blasones de su casa, porque sin que pudiera estrictamente decirse que los Pierrepont se hallasen arruinados, encontrábanse, de dos generaciones atrás, en menos que mediano estado de fortuna, sobre toda si se considera cuán grandes son las exigencias de la vida al uso de los tiempos que alcanzamos.

Y se alejó en dirección a las Loges, mientras que Pierrepont volvía al castillo.

¡Ah!... lo replicó el marqués, sacudiendo tristemente la cabeza ; llora por causa mía... llora por causa del hombre a quien ha honrado con su amistad... con su estima... y a quien contempla hoy caído en la última degradación... pero si le causo lástima... si le causo horror... ¿de quién fue la culpa sino de esa miserable mujer que acaba de irse? ¡Señor de Pierrepont!

Pero los triunfos que en el salón de 1875 obtuvieron los cuadros de Fabrice decidieron a la desconfiada baronesa, dignándose por fin otorgar su protección a un hombre que precisamente ya en aquellos momentos para nada la necesitaba; pero el hecho fue que al cabo se resolvió, y después de ardua y detenida conferencia con Pierrepont, tuvo a bien invitar al pintor a que fuera a pasar algunas semanas en los Genets, donde ella podría entregarse a las molestias consiguientes a tal operación, con más comodidad y espacio que en París.

Tales eran las recíprocas relaciones de estas dos personalidades en los días en que Pierrepont llegó a la posesión de los Genets, precediendo en algunos a su amigo Jacques Fabrice.

He pensado en darme la muerte... pero la vida que llevo es un suicidio como cualquier otro... con el descrédito y la vergüenza además. ¡Señor de Pierrepont... cálmese, se lo ruego... cálmese!...

Palabra del Dia

bagani

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