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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Esperó a que se secara el sobre. Salió a la calle. Vió en la calle un sargento y, después de saludarle, le preguntó: ¿Dónde se podrá ver al general? ¡A qué general! Al general en jefe. Traigo unas cartas para él. Estará probablemente paseando en la plaza. Venga usted. Fueron a la plaza. En los arcos, a la luz de unos faroles tristes de petróleo, paseaban algunos jefes carlistas.
Martín se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levantó de la mesa para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a la calle. Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinqué de petróleo, se veían grupos de soldados. Se oía el rasguear de la guitarra; de cuando en cuando una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa.
Los racimos de bombillas eléctricas, al iluminarlos con un resplandor absurdo, hacían pensar en el sol ardiente y el mar azul que existían al otro lado de los muros de oro y jaspe. Sobre las mesas, el alumbrado era de petróleo: dos enormes pantallas abrigando cada una cuatro quinqués que pendían de unas cadenas de bronce de varios metros fijas en el techo.
Oíanse, a lo lejos, sonar de tambores, chillar de chicos, renegar de grandes, gritos, risotadas, y de rato en rato un estrépito infernal y belicoso movido por una docena de granujas que, a todo correr, subían y bajaban la calle Imperial, llevando cada uno a rastra una lata de petróleo: algunas veces se entraban por la calle de Botoneras, y cuando pasaban ante la puerta de la casa parecía que estallaba un trueno en la caja de la escalera.
De trecho en trecho, colgado de un clavo en algún pilar, un quinqué de petróleo con reverbero, interrumpía las tinieblas que volvían a dominar poco más adelante. No había más luz que aquella esparcida por las naves, el trasaltar y el trascoro, y los cirios del altar y las velas del coro que brillaban a lo lejos, en alto, como estrellitas.
A pesar de este calor y de la peste que daban los dos reverberos de petróleo colgados sobre la mesa, recientemente encendidos, aunque a media luz todavía por recomendación del conserje, muy encarecida al muchacho que apuntaba; a pesar de esto, y de llevar más de dos horas jugando, ni el Ayudante ni Leto mostraban señales de cansancio.
Era un buen marino aquel hombre silencioso. Zaldumbide me contó que, estando en el servicio, parece que había servido en la marina danesa; un oficial, injustamente, le mandó azotar. Poco tiempo después, Nissen, una noche regó con petróleo la cama y el cuarto del oficial y les pegó fuego. Después se escapó no sé cómo. Mi mejor amigo en el barco era Allen. El conocia mi vida y yo la suya.
El teatro estaba perfectamente iluminado con toda clase de aparatos. Allí había desde la elegante araña de seis bombas de tulipán, alimentada con petróleo, á la modesta lamparilla que chisporrotea en la chireta de coco. Las reinas y princesas estaban irreprochables en cuanto á riqueza.
Pero, aun así, el día en que Graven murió, aplastado por la caída del andamiaje de un pozo de petróleo, su desconsolado camarada Foster, que era su albacea testamentario, se encontró, al hacer el balance, con que la única hija de su amigo representaba para el que se casase con ella unos sesenta millones de dólares.
Con irse el fiscal y no volver; marcharse enseguida los abogados y el médico que le acompañaban, y antojársele a Leto que se quedaba el Ayudante algo mustio sin los mirones que le entretenían, y que apestaban más que de ordinario los reverberos de petróleo, le fue entrando tal flojedad y tal disgusto, que se dejó llevar de calle la mesa para acabar cuanto antes el partido.
Palabra del Dia
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