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Actualizado: 10 de junio de 2025


Consolidó su amistad con la pequeñuela un suceso que casi debería pasarse en silencio: cierto húmedo calorcillo que un día sintió Julián penetrar al través de los pantalones.... ¡Qué acontecimiento! Nucha y él lo celebraron con algazara y risa, como si fuese lo más entretenido y chusco. Julián brincaba de contento y se cogía la cintura, que le dolía con tantas carcajadas.

Ejemplos parecidos al de los pantalones y el chocolate se cuentan por todas las islas. El indio jamás comenta, obedece siempre al pié de la letra las palabras del castila.

No saldrá la pobre opinó Fortunata algo cortada, porque le asaltaba la idea de que su lenguaje no sería bastante fino. Si sigue así, traeré esta tarde a la niña, para que la vea... De todos modos, debo traerla ¿no le parece a usted? , tráigala. Jacinta sabía que aquella desconocida no era soltera, porque había ofrecido unos pantalones de su marido.

Vivía con extremada pobreza y vestía desastradamente; un sombrerete, con dos dedos de enjundia; un gabancillo de color café con leche, que había estrenado al venir a la Universidad y que llevaba con el cuello subido, por disimular la ausencia de camisa; pantalones con flecos, y botas como las consabidas.

Las botas se hallaban también, y aún más que los pantalones, en estado de merecer, y Miguel acudió solícito con la esponja a limpiarlas; pero Enrique, no encontrando el medio bastante adecuado, entró en la alcoba de su hermana y se las limpió muy bien con la colcha de la cama. ¡Ea! ya están arreglados aquel par de pájaros; se miran en la luna del armario y dejan escapar un suspiro de satisfacción.

Iba trémula, de un costado a otro del buque, erguida dentro de un elegante vestido de viaje, flotando sobre su espalda un largo velo y agitando un pañuelito en la diestra. Sonreía a un bote automóvil que evolucionaba en torno al trasatlántico. En la popa de aquél estaba sentado un buen mozo con pantalones de franela blanca, sombrero de paja y una flor en la solapa de su americana azul.

Luego, los pantalones echaron de aquellas piernas como bastones que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con trabajo, cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan ralo, que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen verse en jóvenes de poca y mala sangre.

Sobre la mancha azul de sus capotes distinguió unas caras pálidas, unos ojos desmesuradamente abiertos por el martirio. Sus piernas arrastraban por el suelo, asomando entre las tiras de los pantalones rojos destrozados. Uno de ellos aún conservaba el kepis. Expelían sangre por diversas partes de sus cuerpos: iban dejando atrás el blanco serpenteo de los vendajes deshechos.

De posada en posada, arrojado de todas poco después de haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen la única camisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas por debajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no cuánto tiempo. Pretendió, por medio de uno de los huéspedes que tuvo, más compasivo que los demás, la plaza de pianista en un café.

Un gabancillo de verano, clarucho, usaba D. Frasquito en todo tiempo: era su prenda menos inveterada, y le servía para ocultar, cerrado hasta el cuello, todo lo demás que llevaba, menos la mitad de los pantalones. Lo que se escondía debajo de la tal prenda, sólo Dios y Ponte lo sabían. Persona más inofensiva no creo haya existido nunca; más inútil, tampoco.

Palabra del Dia

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