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Actualizado: 18 de junio de 2025
Era la última partida: al día siguiente iban a separarse. Y jugaban olvidados de todo, sin saber con certeza si el buque estaba inmóvil o había reanudado su marcha. Un gran retrato de Goethe adornaba el testero del salón. Presidía el poeta con su olímpica sonrisa el manejo de las barajas y el continuo beber de una parte del rebaño trasatlántico acorralado en el buque de su nombre.
Y añádale dijo Butrón con toda la majestad olímpica que su misión allí requería que la señora condesa de Albornoz se reserva el derecho de protestar en todos los terrenos de semejante atropello... Y dígale también que toda la aristocracia española y todas las gentes sensatas y honradas están a su lado para apoyarla y defender la causa santa que ella representa en estos momentos...
De lo que antes yo gustaba más, en la filosofía alemana, era del optimismo. El ser llorones se dejaba a los poetas exóticos, como Byron y Leopardi. En Alemania, ni los poetas siquiera eran quejumbrosos y desesperados. En el más grande de todos, en Goethe, celebro yo con singular contentamiento cierta alegría reposada y majestuosa y cierta olímpica serenidad.
¡Cosa rara!: fueron menores sus desconciertos y más llevaderas sus impresiones, en las proximidades del momento crítico, del instante que más le deslumbraba a él cuando le consideraba desde lejos; y en cuanto se sentó a la mesa del festín, era ya dueño absoluto de sus nervios, de su memoria y de toda su ordinaria y olímpica serenidad.
Víctor Hugo es mi dios... dijo de pronto Ojeda interrumpiendo su murmullo poético, como si no pudiese contener más tiempo esta declaración . Y Beethoven también lo es. Ella le miró con ojos suplicantes, implorando una palabra que podía unirlos con un nuevo afecto. ¿Y Wagner?... Fernando vaciló. No tenía la serenidad olímpica, la majestad simple de los divinos.
Y miré en torno mío, buscando al joven esposo, extrañándome de que no acompañase a su mujer. Mi yerno dijo la D'Ortlies presentándome al anciano, cuyo nombre, que no viene a cuento, pronunció con gravedad olímpica. Era un vástago de rancia nobleza, general en tiempo del Imperio, y duque y Par durante la Restauración.
No acertando a explicarse aquella serenidad olímpica, aquel suave endiosamiento, que por extraña contraposición se conciliaba con la humildad y la modestia, el Conde se daba a sospechar si Inesita sería idiota; pero recordaba sus ojos, su airoso modo de andar y la expresión inteligente de su hermosa cara, y tenía que confesarse que, o él no sabía lo que eran mujeres, o Inesita era de lo más discreto que había nacido de madre.
Toda su serenidad olímpica desapareció entonces al fin. Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar como una Magdalena. Paco Ramírez, entre tanto, había buscado inútilmente a don Braulio por mil partes y de mil modos. Luego discurrió ir a casa del Conde de Alhedín.
Tengo el mayor gusto en servirla a usted en esto y en todo lo poco que yo pueda. Gracias, gracias. Poco después salía de mi casa la excelente señora, habiendo dejado en ella cierta atmósfera de tradición secular, de enhiesto orgullo, de olímpica y desmesurada soberbia. Señora doña Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana.
Hallábase una mañana Amparo en su cuarto vistiéndose para salir a la Fábrica, cuando sintió que una mano indiscreta alzaba el pestillo, y con gran sorpresa encontró delante de sí a Chinto, de un talante como nunca lo había visto la muchacha, pues traía el sombrerón ladeado sobre la oreja, los carrillos sofocados, el aire resuelto y un cigarro de a cuarto en la boca: preparativos todos que había juzgado indispensables el paisanillo para realizar la proeza de «cantar claro». La muchacha cruzó prestamente su bata que aún tenía sin abrochar, y arrojó al osado una mirada olímpica; pero Chinto venía tal, que ni las ojeadas de un basilisco le hicieran mella.
Palabra del Dia
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