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Actualizado: 12 de junio de 2025


Así que todos manducaron a su sabor, echaron las sobras revueltas en un plato, como para un perro, y se las dieron al paisanillo, que se acostó ahíto, roncando formidablemente hasta el otro día. Amparo madrugó para asistir a la Fábrica. Caminaba a buen paso, ligera y contenta como el que va a tomar posesión del solar paterno.

Hallábase una mañana Amparo en su cuarto vistiéndose para salir a la Fábrica, cuando sintió que una mano indiscreta alzaba el pestillo, y con gran sorpresa encontró delante de a Chinto, de un talante como nunca lo había visto la muchacha, pues traía el sombrerón ladeado sobre la oreja, los carrillos sofocados, el aire resuelto y un cigarro de a cuarto en la boca: preparativos todos que había juzgado indispensables el paisanillo para realizar la proeza de «cantar claro». La muchacha cruzó prestamente su bata que aún tenía sin abrochar, y arrojó al osado una mirada olímpica; pero Chinto venía tal, que ni las ojeadas de un basilisco le hicieran mella.

Lo gracioso del caso está en que, siendo el paisanillo tan útil, por mejor decir, tan indispensable, no hubo criatura más maltratada, insultada y reñida que él. Sus más leves faltas se volvían horribles crímenes, y por ellos se le formaba una especie de consejo de guerra. Llovían sobre él a todas horas improperios, burlas y vejaciones.

Cuantos momentos tenía libres el paisanillo, dedicábalos a la contemplación de alguno de sus dos amores. No se cansaba jamás de ver los altibajos de la pierna del amolador, el girar sin fin de la rueda, el rápido saltar de las chispas y arenitas al contacto del metal, ni de oír el ¡rsss! del hierro cuando el asperón lo mordía.

Palabra del Dia

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