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«Mira el tonto de Ponce, haciéndole cucamonas a Olimpia. Yo creo que mi hermana es la única mujer que en el mundo existe capaz de querer a un crítico. Merecería en castigo casarse con él. Solamente, que como es mi hermana, no le deseo esta catástrofe». «Vaya, que está apurado el hombre decía Fortunata, riendo también . Le hace señas para que baje... , ahora va a bajar.

Sentiría creyese que he venido aquí para conocer su decisión, aun cuando esté hecha ya. Tan sólo he venido a manifestarle que su madrastra, la señora de Ponce, estará mañana en la ciudad y pasará algunos días en ella.

El noble caballero sevillano don Juan Ponce de León, hijo de don Rodrigo, conde de Bailén, fué, como ya he indicado anteriormente, uno de los más decididos y ardientes partidarios que la reforma luterana tuvo en Sevilla en el siglo XVI, y predilecto discípulo del doctor Egidio.

Olimpia me sacaría los ojos si supiera las cosas que le digo a su novio; pero que se fastidie. Ya le he conocido siete osos, y lo que es a este no le pesca tampoco. Yo le he tomado bajo mi protección, y le he de salvar. ¡Buen turrón le caía si se casara...!». ¡Qué risa con usted! ¡Pobre Ponce! Ya le decía yo que era un buen chico, y usted empeñado en darle la morcilla. ¡Ah!, de buena escapó.

A propuesta de la enferma, arrendaron una casita en los arrabales de la población, para esperar allí la primavera que llegó tarde aquel año, y la convalecencia de la señora de Ponce que no vino jamás. No obstante, era paciente y dichosa. Le gustaba observar cómo retoñaban más allá de su ventana los árboles desconocidos para ella en California, y preguntar a Carolina sus nombres y sus frutos.

Estaba convencido en el fondo de su alma de que no conseguiría nada de Carolina. Sin embargo, era tarea dura y difícil ocultar esta convicción a la señora de Ponce, y alentar su sencilla esperanza con aparente optimismo y firmeza.

D. Luis de Guzman Ponce de Leon, Embaxador ordinario de la Magestad Catholica á la Santidad de Alexandro Pontifice Maximo, hizo en Roma por el Nacimiento de el Serenisimo y Altisimo Principe de las Españas Don Carlos Felipe de Austria. Escrita por Don Enrique de Sevilla. Roma, 1662.

Pero lo más original y lo verdaderamente grave del suceso, mirado a cierta distancia, fue que el general Ponce, es decir, el marido de Leticia, apadrinó al subsecretario en su duelo con el ruso; en honor de la verdad, no porque llevara el apadrinado su frescura al extremo de solicitar del otro un favor tan señalado, sino porque el arisco veterano, al saber de qué se trataba, por rumores llegados hasta él, «como amigo, como soldado y como español», no quiso que nadie se anticipara a prestar ese servicio a su ilustre compatriota.

La señora de Ponce estaba aún tranquila y confiada, y cuando Príncipe hizo correr su sillón desde la ventana hasta el fuego, le explicó que como el año escolar terminaba, probablemente retenían a Carolina sus lecciones, y que no podía dejar el colegio más que por la noche, una vez terminadas aquéllas.

Comenzó a dudar de la eficacia y prudencia de sus gestiones; recapituló los incidentes de su entrevista con Carolina, y casi atribuyó el mal éxito a su propia torpeza. No obstante, la señora de Ponce esperaba tan paciente y confiada, que llegó a quebrantar los presentimientos de Príncipe.