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Actualizado: 6 de julio de 2025


¿Pues quién ha de ser, tía Zarandaja, más que el capitán don Baltasar de Peralta, que Dios confunda, que cada vez más empeñado por esa doña Guiomar de mis culpas, y celoso, y con más furia que una rabiosa pantera hircana por lo de la música anoche, y porque doña Guiomar salió a sus miradores a oírla, empeñado está en acabar de una vez, y en meterle todo a barato, y a salga lo que saliere, aunque lo que hubiera de salir fuese la destrucción y acabamiento del mundo?

Aterrorizaba doña Inés, sacó la cabeza fuera del ventanuco y empezó a gritar; pero nadie podía oírla, y menos aún don Andrés, que no estaba para oír ni ver cosa alguna. Juanita le apretaba el cuello con ambas manos, haciéndole sacar tres pulgadas de lengua fuera de la boca, como perro jadeante. Harto le pesaba tener que matarle.

Entonces, es mejor que se economice esa molestia, señor exclamó una voz de hombre vulgar y sin ninguna educación, que al oírla me sobresaltó y, al darme vuelta rápidamente, vi que la puerta se había abierto sin ruido, y en el dintel, contemplándonos con aparente satisfacción, estaba de pie el hombre que se interponía entre mi bien amado y yo: ¡el campesino rústico y brutal que la reclamaba con el derecho de darle el nombre sagrado de esposa!

Sentóse entre su madre y Neluco y casi enfrente de . Yo no la quitaba ojo, y puedo jurar que me registró con los suyos, parleros y escrutadores, desde los pies hasta la cabeza, mientras me acosaba a preguntas por el estilo de las que aún no había cesado de hacerme la jándala viuda. Me daba gusto oírla y mirarla.

Poseía también una voz fresca y suavísima y cantaba y tocaba la guitarra con tal primor que pocos la aventajaban en el reino de Andalucía. En Cádiz era conocida y estimada por esta habilidad, aunque pocas veces se lograba oirla desde que se había casado. Sólo entre amigos y después de hacerse rogar tomaba entre las manos el guitarrillo y echaba al aire una copla.

Cuando tía Carmen estaba muy débil me costaba trabajo entenderla. Como entonces su voz era trémula y apagada, la enferma se veía obligada a repetir las frases, y no lo hacía sin dar muestras de impaciencia. La doncella, habituada a oirla, se apresuraba a decirme lo que yo no había entendido, y apuraba el ingenio para no entristecer a la anciana.

De todas maneras, yo tengo mis compromisos con mi hermana desde muchos años hace, y su hijo viene a España confiado en la seriedad de ellos. ¿Se habían formado esos compromisos con el consentimiento de Nieves? Siempre estuve en cuenta de que ; pero al oírla a ella ahora, resulta que no.

¡No lo consentiría yo! ¡ eres el peor de todos!... Ya tendréis el castigo, si no en esta vida, en la otra... Os dejo, os dejo entregados a este latrocinio impío... ¿Oís esa campana: Llama por y llama también por vosotros... Voy a decir la primera misa por el descanso de nuestra madre, mi protectora, mi madre. Vosotros, Caínes, bien hacéis en no oírla. ¡Sería un escarnio!

Escuchó sin pestañear la lectura que con monótona y quejumbrosa voz le endilgara su amigo Simplón. Y, después de oírla, meneó doctoralmente la cabeza a uno y otro lado, diciendo: Como ensayo, no está mal tu cuento-poema, Juanillo. Carece de lugares comunes, y esto demuestra tu buen gusto. Pero tu prosa no está del todo escrita, y sólo queda lo que está escrito.

Es un fenómeno de autosugestión que casi todos hemos podido comprobar alguna vez. Cuando nos hallamos temerosos o profundamente convencidos de que se ha de decir una cosa, llevamos mucho adelantado para oírla aunque no se diga. Una rabia insensata le mordió en las entrañas. De buena gana les hubiera tocado en la espalda para decirles: «¡Aquí estoy yo!» y estuvo a punto de hacerlo, pero se contuvo.

Palabra del Dia

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