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Al oírlo, mi mujer se descuajeringaba de risa, diciéndome: ¿Cómo crees, menguado, que Tucker pueda ser una frase hecha? Muchos hombres conozco que son una frase hecha, nada más que una frase hecha, murmuré. ¡Pero no! Tucker no podía ser un remordimiento... ¿Por qué? Yo no sabía por qué, ¡y sin embargo sabía que no era un remordimiento!

¡Ah, ya me lo esperaba!... Por lo menos ese tiene suerte... murmuré, ya amargado del todo. ¿Por qué? me preguntó. Sin responderle, me encogí violentamente de hombros y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momento. ¿Por qué? insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las mujeres, cuando comienzan a hallarse perfectamente a gusto con un hombre.

Lo que proyectaban era precipitarse sobre repentinamente durante mi conversación con ellos. Déjenme ustedes meditar su promesa unos instantes añadí, pareciéndome oír burlona risa al otro lado de la puerta. Póngase usted ahí, contra la pared, fuera del alcance de los revólvers murmuré dirigiéndome a Antonieta. ¿Qué va usted a hacer? preguntó alarmada. Ya lo verá usted.

La diferencia entre tu hermano y prosiguió mi cuñada, que también gusta de sermonear un poco de cuando en cuando, está en que él reconoce los deberes de su posición y no ves más que las ventajas de la tuya. Ahí tienes a Sir Jacobo Borrodale ofreciéndote precisamente la oportunidad que necesitas y que más te conviene. ¡Gracias mil! murmuré.

Creo dijo Genoveva, que lo que más ha contribuido a dar un aspecto ridículo a la solterona, es la inconsecuencia de algunas de ellas las recalcitrantes del celibato, como las llamas, que tienen la mala costumbre de gritar sus penas al primero que se presenta, y de ir de puerta en puerta pidiendo un marido. ¡De puerta en puerta! murmuré sorprendida... Pregunta a mamá interrumpió Genoveva.

¿Cuándo y cómo? Dijiste una vez... y lo has repetido muchas veces... «jamás me casaré con quien no sea digna de ; y no es digna de ser esposa de un hombre honrado aquélla cuyos padres...» Lo diré de una vez.... La unión de los míos no tuvo la bendición del Cielo. ¡Perdón!... murmuré.

Y Mariskoff repitió, sacudiendo la ceniza de la pipa: ¡Ese es su hombre, Teodoro! ¡Mi hombre! murmuré sombríamente. ¡Era tal vez «mi hombre», ! Mas no me seducía ir a buscar su familia, en la monotonía de una caravana, por aquellos desolados rincones de la China. Además, desde mi llegada a Pekín, no había vuelto a ver la sombra odiosa de Ti-Chin-Fú y su cometa en forma de papagayo.

Después de un rato de silencio, durante el cual me sentí dominado por la soberana belleza de la joven, murmuré: Gabriela.... Usted merece ser dichosa. ¿Llora usted muerta la más dulce ilusión? Ya renacerán en esa pobre alma dolorida las flores de la esperanza. Amará usted... ¡y será feliz! Levantó Gabriela su gallarda cabeza, y fijó en sus ojos. Me estremecí.

Allí tenía el mismo clavicordio y sobre la mesa mis autores predilectos, los libros que más me complacía en leer, y que una mano generosa había recogido para colocarlos allí a mi disposición; en mi destierro encontraba los recuerdos de mi pasada felicidad y de la patria ausente. »Gracias, Carlos, gracias murmuré interiormente.

Estoy vencida, luego no tengo razón... No te deseo ningún mal, pero quiera Dios, Francisca, que seas más honrada como esposa que como amiga... ¿Le amas al menos? Todavía no respondió Francisca después de un instante de vacilación. Pero ya le amaré añadió precipitadamente. O no le amarás murmuré llena de angustia... ¡Qué triste es vivir!...