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Actualizado: 9 de junio de 2025
Dudaba yo que, después de lo que llevaba visto en la alta montaña, hubiera en la cuenca del río, desde Tablanca hacia abajo, cosa que pudiera cautivar mi atención; y así sucedió, en efecto: sin dejar de ser áspera, angosta y montaraz en su parte más elevada, carecía de la grandeza imponente de los desfiladeros de «arriba». Los pueblos, amontonados, en sendas rinconadas de la garganta, iban sucediéndose a mi paso con la regularidad de las estaciones de un ferrocarril.
Se le había visto en el alto puerto de Cumbrales, en montaraz vagancia con los pastores, y luego decían que «se había corrido» hacia Reinosa, con una cuadrilla de gitanos. Cobró con esto Salvador un asomo de tranquilidad y un respiro en el anhelo con que llegaba a la casona, siempre que a ello se atrevía.
Excusado me parece ponderar el efecto que en un hombre de carácter enérgico y además acostumbrado al mando harían las insolencias de aquel rapazuelo montaraz y deslenguado. Afortunadamente para entrambos cuidó muy bien el muchacho de no ponerse á tiro, y silbando á su ganado, desapareció por el bosque. Ese tuno debe tener metida en su cuerpecillo toda entera una legión de diablos.
Y qué, ¿no es bastante buena la choza para la principesa Gaviota? Momo respondió su abuela , métete en tus calzones: ¿estás? Pero ¿qué tiene usted que ver ni qué le toca esa gaviota montaraz para que asina la tome a su cargo, señora?
Tales eran, pico más, pico menos, mis antecedentes personales cuando recibí la carta en que mi tío Celso me llamaba a su lado, y por tiempo indefinido, desde lo más recóndito y montaraz de la región cantábrica; y, sin embargo, no me causó la embajada impresión tan desagradable como pudiera presumirse tomando al pie de la letra lo dicho sobre mi modo de ser y de sentir.
Forondo dormía en casa de Han de Islandia, un espantable hospedero de la calle de la Madera. El joven montaraz y notable poeta Javier Bóveda le conoció allí. Por cierto que se asustó mucho; moribundo de tuberculosis, con sus barbas rojas, negras, amarillas, y en calzoncillos, no era precisamente una Venus saliendo de las olas.
Papá, siempre a caballo, recorría como un montaraz los campos y los bosques, no asistía regularmente a las comidas y para ninguna de nosotras tenía una buena palabra. Mamá, nuestra bonachona mamá, tejía sentada en su rincón y de cuando en cuando enjugaba sus lágrimas, echando en su derredor miradas inquietas para ver si nadie lo había notado. ¡Ah, sí, aquella fue una época bien triste!
Santos Vega, tus cantares No te dieron fama y gloria, Mas viven en la memoria De la turba popular; Y sin tinta ni papel Que los salve del olvido De padre á hijo han venido Por la tradicion oral. Bardo inculto de la pampa, Como el pájaro canoro Tu canto rudo y sonoro Diste á la brisa fugaz; Y tus cantos se repiten En el bosque y en el llano, Por el gaucho Americano, Por el indio montaráz.
Eran los picadores, rudos jinetes de aspecto montaraz, llevando encogido a la grupa, tras la alta silla moruna, una especie de diablo vestido de rojo, el «mono sabio», el servidor que había conducido la cabalgadura hasta su casa.
El segundo, rudo y torpe, hacía vida montaraz y sólo paraba en Rucanto el tiempo preciso para comer y dormir; algunas veces, para pedir dinero y, con escasa frecuencia, para mudarse de ropa. Tenía el cuerpo recio, los ojos turnios, áspera la voz y fiero el ademán. Era mocero y borracho; se llamaba Andrés.
Palabra del Dia
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