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Actualizado: 20 de junio de 2025
El fraile la bendijo y colocó sobre su cabeza una como diadema de estrellas. Ya estás purificada, Ena de Battenberg. Ahora puedes ser reina de España, reina Victoria. En nombre del monje imperial de San Yuste y de Felipe, su hijo, yo os bendigo. ¡Que Dios os guarde en su santa gracia con vuestro digno esposo, Alfonso rey!
Por sus facciones, facciones duras, más bien siniestras, y su barba canosa y enmarañada que conocía por haberla visto una vez en Inglaterra, comprendí que ese era el hombre con quien Burton Blair debía haber celebrado la entrevista secreta; pero, contrario a lo que yo esperaba, me hallé que vestía el tosco hábito carmesí y el grueso cordón del monje capuchino, presentando una figura triste y silenciosa en su actitud de pie y con los brazos cruzados, mientras el sacerdote, en su espléndida vestidura, murmuraba las oraciones.
Comencé a vivir cada día más recluído en el fondo de mi alma, perdido en la admiración de la imagen que en ella brillaba, hasta que sólo esta ocupación me pareció digna de la vida, y en el mundo todo no reconocí más que una apariencia inconstante y fuí como un monje en su celda, ajeno a las cosas más reales, de rodillas y rígido en su sueño, que es para él la única realidad.
El Laberinto es la única producción que de Juan de Padilla se conoce, escrita siendo seglar, pues las otras salieron de su pluma cuando ya era monje en el monasterio de la Cartuja, donde, según expresión de Fernández Espino, «pasó su vida en el solitario claustro... consagrado al estudio, á la contemplación del Altísimo y á ensalzar sus maravillas.»
Le expresé la sorpresa que me causaba encontrar al hombre de mundo y viajero, convertido en un monje morador de un claustro, a lo que respetuosamente me respondió en voz baja, pues estábamos dentro de un recinto sagrado: Después le diré a usted todo. No es tan notable ni sorprendente como sin duda le parece a usted.
Y me puso ante los ojos dos retratos. Uno de ellos me era completamente desconocido, pero el otro lo reconocí en el acto. Este es mi viejo amigo Reginaldo Seton exclamé, que también era amigo de Blair. No declaró el monje, en un tono duro y significativo, no su amigo, señor... su más terrible enemigo.
La novelista, a la luz de una vela, escribía Spiridón, la historia del monje que acaba por demoler todas sus creencias, y muchas veces cortaba su trabajo para correr al lado del músico y preparar sus tisanas, alarmada por la frecuencia de su tos.
Era una celda de ermitaño, como tantos otros sitios antiguos de retiro y contemplación que hay en la vieja Italia, y acto continuo, al pasar por delante de las rocas y descender cautelosamente por la senda, abriose la puerta, y salió de la ermita un monje, en el que reconocí, con gran sorpresa mía, al corpulento y barbudo capuchino, fray Antonio.
Si algún monje del Norte sentía la comezón del saber, venía a las universidades árabes o las sinagogas judaicas de España, y los reyes de Europa se creían salvos en sus enfermedades si, en fuerza de oro, podían proporcionarse un médico hispánico.
Se suponía generalmente que había partido a Escocia o al norte de Inglaterra; pues nadie se imaginó nunca que sus repentinos viajes fueran tan lejanos, y que se encontrara, cuando menos se pensaba, en la Italia central. Los informes del monje demostraban también que Blair había tenido algún motivo muy poderoso para celebrar estas secretas entrevistas.
Palabra del Dia
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