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El señor Francisco Martínez Montiño. ¡Ah! ¡el cocinero del rey! ¿y espera? , señora, espera la contestación. Hacedle entrar, madre Ignacia. Y la abadesa se volvió al locutorio, se sentó junto á una mesa que había en él y se puso á escribir. Entre tanto Quevedo, que había bajado á la portería, notó que un bulto se metía rápidamente tras la puerta, sin duda por temor de ser visto.

Sin embargo, no las tenía todas consigo, porque como se dan casos de que salga fallido lo que el corazón anuncia, pasaba el pobre chico horas de verdadera angustia, y a solas en su casa, se metía en unos cálculos muy hondos para averiguar el estado de los sentimientos de su querida. Rápidamente pasaba de la duda más cruel a las afirmaciones terminantes.

Bueno: pues reunidas estas cosas, se pondría el palo al fuego hasta que se prendiera bien... Esto había de ser el viernes a las cinco en punto. Si no, no valía. Y el palo estaría ardiendo hasta el sábado, y el sábado a las cinco en punto se le metía en el agua siete veces, ni una más ni una menos. «¿Todo callandito? Hablar naida, naida».

No se ha visto tal torbellino, y ello merecíalo la Comedia, porque traía un Rey de Normandía sin propósito en hábito de Ermitaño, y metía dos lacayos para hacer reir; al desatar la maraña no había más de casarse todos, y allá va. Al fin tuvimos nuestro merecido.

No era nada: un puntazo en una nalga; una herida de varios centímetros de profundidad. Y con el impudor del triunfo, quería mostrarla a los vecinos, afirmando que metía en ella un dedo sin llegar al fin. Sentíase orgulloso del hedor de yodoformo que iba esparciendo a su paso, y hablaba de las atenciones con que le habían tratado en aquel pueblo, que era para él lo mejor de España.

Pero en los liberalescos años de 71 y 72 ya era otra cosa... La policía fiscal no se metía en muchos dibujos. El temerario contrabandista, no obstante, hubiera deseado tener un mal encuentro para probar al mundo entero que era hombre capaz de arruinar la Renta si se lo proponía.

Pero salía del atolladero por un esfuerzo de su cabalgadura y un milagro de la Providencia, y hasta que se metía en otro más apurado no volvía a ser cuerdo ni razonable.... Así nos hizo Dios, y no hay que darle vueltas. De vez en cuando se distinguía una luz muy a lo lejos. ¿Es allí? preguntaba con ansia el candidato, que ya no podía sostenerse en el caballo, de frío, de miedo y de cansancio.

Sin encomendarse a Dios ni al diablo, en cuanto la vio salir de San Isidro, se emparejó con ella, la saludó muy cortésmente, y con su cruz a cuestas y todo supo demostrar que él era ante todo, y aun camino del Calvario, un cumplido caballero; si había charcos él era el que se metía por ellos para evitar el fango a los pies desnudos y de nácar de aquella ilustre señora, su compañera.

Cuando él peroraba nadie metía baza; era capaz de discutir con el lucero del alba, y hasta con los moradores de ultra-tumba. Cierta vez, así lo cuentan en Villaverde, el amigo Porras fué llevado a un círculo espiritista, con visos de lógia masónica, fundado recientemente por don Juan Jurado, un «huizachero» de Pluviosilla.

Empezó a correr y comentarse en la Fábrica la leyenda del mozo transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metía en los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que dejar toda esperanza.