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Actualizado: 16 de mayo de 2025
Los consejeros de Castillejo seguían, mientras tanto, insinuándole su remedio dulcemente. ¡Si usted quisiera, mi general!... Una palabrita nada más, diga una palabrita, y no volverá á estorbarle ese mozo. Pero Castillejo protestaba con una bondad que metía miedo. La alarma de su recta conciencia era para espeluznar á cualquiera.
Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote; y, al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero. ¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es esto que me ha sucedido?
Sí dijo la anciana mientras metía sus cabellos grises dentro de la cofia ; ha sido una gran fortuna. ¡Sí; ha habido suerte, ya lo creo!
Sin la oportunidad maternal, me metía en un lindo barrizal pensó con una satisfacción que alivió un poco la amargura de sus pesares. Decididamente, mi señora madre tiene un olfato maravilloso y haré muy bien en seguir sus consejos más o menos directos. ¿Un buen matrimonio?... Encendió un cigarro y fue a asomarse a la ventana que daba a la playa.
Pero al jueves siguiente, Alvaro Peña dejaba descansar a don Benigno y «se metía» con el capellán de las monjas, publicando de él una semblanza en verso, en que se hacía muy graciosa mención del matrimonio de las copas de ginebra con los vasos de vino blanco. Le tocó entonces enfurecerse a don Segis, y tomarlo con calma a don Benigno.
Aquí, en este cajón... Se hace una visita a las personas notables, el alcalde, el cura, el notario... ¿Los libros de libranzas? Liette escuchaba con paciencia esta charla, solamente interrumpida por alguna breve pregunta o por la voz gangosa de alguna comadre que metía el hocico por la ventanilla como si fuera a arrancársele.
Y sólo olvidaba a Sevilla en las noches de asueto, cuando no había toros al día siguiente y toda la cuadrilla, rodeada de aficionados deseosos de que se llevasen un buen recuerdo de la ciudad, se metía en un café de cante «flamenco», donde mujeres y canciones todo era para el maestro.
Lavábale y planchábale los pañuelos del cuello, le hacía el lazo de la corbata, ocultaba con alguna piadosa mentira sus fechurías, y de vez en cuando le metía en el bolsillo alguna peseta. Eduardito, como niño mimado, la trataba sin pizca de miramiento, desvergonzándose con ella en cuanto le reprendía cualquier travesura.
Y a continuación, con una tristeza de grande hombre que pierde el tiempo sin dar la medida de su valor, dijo bajando los ojos: Cuando mi abuelo tenía mi edad, cuentan que ya era verro y metía miedo a toda la isla.
Tenía olfato seguro para rastrear a las personas pundonorosas, de esas que entregan el pellejo antes que permitir andar en lenguas de la fama, y con estas se metía hasta el fondo, se atracaba de deudor. Poco a poco fue transmitiendo su manera de ser, de obrar y sentir a su compinche, como se pasa la imagen de un papel a otro por medio del calco o el estarcido.
Palabra del Dia
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