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Actualizado: 12 de junio de 2025


A cada lado de la puerta había un armarito, y otro más ancho enfrente de ella; a cada lado de los otros dos de la cámara, un cómodo diván, y en el centro una mesita atornillada en el suelo, con las alas dispuestas de modo que podía servir para una docena de comensales. Todo lo conservaba Leto donde y como el inglés lo había dejado, por respeto cariñoso a la memoria de su amigo.

Ella dejó ambas cartas en la mesita y su mirada pasó de una a otra, vagamente, como si estuviera viendo flotar las imágenes tan profundamente diversas que cada una de ellas despertaba en su alma. Ricardo Muñoz había terminado sus estudios en la Facultad de Derecho, dos años atrás. Era serio y reflexivo por naturaleza.

El secretario bostezaba en aquel momento estendiendo ambos brazos por encima de la cabeza y estirando en lo posible las piernas cruzadas por debajo de la mesita. Al verle todos se rieron.

Al irme á acostar, me encontré sobre la mesita de noche el original de la leyenda, cuya copia literal es objeto del siguiente capítulo. El puente del suspiro. Las mujeres no aman, los pájaros no cantan, y las flores no huelen. ¡Qué triste es un día sin sol!

La reclusa entra en ella, cierra cuidadosamente la puerta, y ya está en su casa. ¡En su casa! ¿comprendéis esta palabra? cuatro paredes desnudas, pero blancas; un crucifijo de ébano encima de una mesita de nogal cubierta de flores; una reja que da sobre la verde pradera; una cama estrecha, sobre la cual se puede soñar.

La alfombra, clara; sobre una mesita, una lámpara preparada, y como adorno, muchas flores. No había reloj, para indicar que quien lo dirigió todo no quería tasado el tiempo. Por precaución tenía la estancia puertas francas a escaleras distintas, y en los balcones visillos muy tupidos.

La entrada de la casa está pavimentada con grandes losas cuadradas; la amueblan seis sillas de esparto y una mesita de pino. En un ángulo está el cantarero, que es una gran losa, finamente escodada, empotrada en la pared y sostenida por otras dos losas verticales.

Aquellas cartas que la enferma había garrapateado con su mano trémula, aquellas cartas en que a veces ponía besos para su madre en un cuadro mal dibujado debajo de la firma, aquellas cartas que la duquesa había regado con sus lágrimas, fueron registradas sobre una mesita del salón, como un juego de naipes, por un viejo depravado y una mujer perversa.

En medio de la sala, una mesita de juego cubierta con un tapete verde apolillado, y sobre ella dos candelabros de latón. Apoyado el codo sobre esta mesa, hay un hombre sentado y con un libro en la mano. Sus miembros robustos indican que aún conserva el vigor de la juventud. Sus ojos son azules y su frente ancha. Cuando se ríe descubre una brillante y blanca dentadura.

Apenas se encontraba con la mirada vidriosa de Febrer, corría a una mesita cubierta de botellas y vasos. Su cariño manifestábase con un incesante deseo de hacerle beber todos los líquidos ordenados por el médico. Cuando Jaime, en su turbio despertar, encontraba el rostro de Margalida, sentía una impresión placentera que le ayudaba a mantenerse con los ojos abiertos.

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