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Actualizado: 15 de junio de 2025


Su majestad el rey. ¡Ah! pues corro dijo Quevedo permitiéndose una licenciosa suposición de ligereza. ¿Sabéis el camino? Aprendíle ha rato. Pues id con Dios. Guárdeos él y á vos, amigo don Juan. ¡Ah! don Francisco, esta es la primera aventura que me hace temblar. No digáis eso, que al conoceros medroso, pudiera tener miedo vuestra guía y equivocar el camino.

Nadie oyó nunca chocar contra el fondo del barranco la piedra allí lanzada, ni hubo jamás en la comarca quien se aventurase a explorar aquella cavidad oscura, más oscura según iba siendo más profunda, y de cuyos bordes el ganado se apartaba medroso. No había más remedio que forzar de frente las trincheras de la falda de la montaña.

Pero es verdaderamente curioso que los espíritus timoratos y débiles son precisamente los menos capaces de guardar un secreto. Parece natural que el temor a comprometerse debía hacerlos más reservados. La psicología humana es tan complicada, que ocurre justamente lo contrario. Un espíritu fuerte, resuelto, exento de temores, guarda mejor un secreto que un espíritu pusilánime y medroso.

Alzan los nuestros al momento un grito Alegre, y no medroso; y gritan, arma, Arma resuena todo aquel distrito; Y aunque mueran, correr quieren al arma. La soberbia y maldad, el atrevido Intento de una gente mal mirada Ya se descubre con mortal ruido. Dame una voz al caso acomodada, Una sotil y bien cortada pluma, No de aficion, ni de pasion llevada.

Arrepintióse al punto; había oído ella que las cosas santas no deben tirarse, sino quemarse, y volviólo a recoger todo de la misma manera para no tocar la reliquia, y fue a echarla entonces en una chimenea encendida que ardía en un ángulo. Otra vez lanzó, sin poderlo remediar, una mirada a hurtadillas, con medroso recelo, a la pálida cabeza del fraile muerto.

Contra ellos está escrito este libro, que, entre desconfiado y medroso, dejo pasar de mis manos a las tuyas. Recíbelo, no como novela que mueve a pensar, sino como juguete novelesco, contraveneno del tedio y engañifa de las horas. Madrid, 1891. Capítulo I

Pasó la noche. ¡Qué largas les parecieron las horas, qué medroso el silencio, qué alarmante cualquier rumor, y cómo les desazonaba el ruido metálico y acompasado del reloj, que en cada oscilación del péndulo parecía llevarse un instante de aquella vida que era para ellos el mayor tesoro del mundo!

El amigo García gozó el privilegio de asistir a estos ensayos y hacer sobre ellos profundas y sabias disquisiciones, aunque siempre confidenciales, esto es, cuando se ponía al habla con Tristán. De otra suerte, sentía por el anciano académico un medroso respeto. Desde que comenzaron los ensayos todas las facultades psíquicas de García se concentraron en este magno acontecimiento.

En torno del salón no había cundido el incendio porque eran los muros de sólida mampostería, revestida de mármoles, que sin arder se calcinaban; pero lo interior del salón parecía un infierno: medroso torbellino de humo y de llamas. Inevitable era pasar por allí. Tiburcio dio el ejemplo. Se diría que a su paso se apartaban las llamas y el humo como si le conociesen y respetasen.

Pensó que Can Mallorquí estaba muy cerca, y tal vez Margalida, trémula y pegada a un ventanuco, escuchaba estos aullidos frente a la torre, donde estaba un hombre medroso oyéndolos también, pero encerrado como si fuese sordo. No; no más. Arrojó esta vez definitivamente el libro sobre la mesa, y luego, por instinto, sin saber ciertamente lo que hacía, sopló la llama de la vela.

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