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Actualizado: 20 de junio de 2025


La despedida fue tímida y significativa por parte de Carlota, franca y afectuosa por la de su hermana, propia de una futura hermana política; por la de D.ª Carolina maternal, aunque templada por el respeto que le merecía la autoridad de su marido; y por éste tan cortés, tan suave, tan condescendiente, que Mario se mostró hondamente conmovido, y apenas pudo articular con voz temblorosa algunas palabras de ofrecimiento.

Es cuestión de organismo. El mío pide la variedad. A otros les basta la unidad... Entre el hondo pesar que le embargaba y aquellas palabras desvergonzadas que le herían como latigazos, el pobre Mario no podía disimular ya más. Su rostro se iba poniendo sombrío por momentos. Tanto que Romadonga, aunque no solía fijarse en el semblante de sus amigos, concluyó por preguntarle: ¿Qué tiene usted?

Luego, volviéndose a su marido: Pantaleón, nos iremos cuando lo ordenes. Bien, pues vámonos ya respondió el venerable jefe de la familia levantándose de la silla. Los demás le imitaron. La señá Rafaela y Romadonga manifestaron que también se iban. Mario no se atrevió a acompañarlos, aunque bastantes ganas se le pasaron.

Moreno, algo amoscado, guardaba silencio, maldiciendo en su interior de la facilidad que su amiguito tenía para liquidarse. Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto.

¡Dios mío, qué pronto se ha concluido el mundo para !... ¡Quién había de pensar hace un instante que no os volvería a ver más! Decidme, mamá, Carlota, Mario, ¿he sido tan mala que merezca este horrible castigo? Calla, calla, Presentación decía suavemente su hermana. Es más el susto que el daño. Dentro de ocho días no tienes nada.

Otras veces el magnífico espectáculo de la Naturaleza había sido un precioso calmante para las heridas de su corazón. Mas ¡ay! para la que ahora sentía no hay bálsamo en la tierra. El sordo rumor de las ruedas y las campanillas de los caballos adormecieron pronto a su compañero. Mario le contemplaba con ira.

Mario se sintió perdido y luchó en vano por desasirse: con el brazo libre trató de ganar la orilla que estaba próxima; pero el suicida le sujetaba férreamente; no era posible nadar. Sumergiose por dos veces. Al salir la segunda gritó con fuerza: ¡Socorro! Estaba a punto de perder el conocimiento y dejarse ir al fondo.

Según los datos suministrados por algunas vecinas que asistieron o tuvieron conocimiento inmediato de su presentación, había motivos para afirmar que poseía además ingenio profundo y ameno a la vez, unido a un corazón verdaderamente heroico. Con tal motivo, Mario siguió entrando en la casa, aunque sin comer ni dormir en ella.

La sonrisa de la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas solemnes palabras: Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo D. Mario de la Costa.

Otros lo sostuvieron, o por convicción o por amistad hacia los jurados, o por envidia al nuevo artista. Rivera había quedado casi tan estupefacto como Mario y casi tan acobardado. Temía que su cariño le hubiese ofuscado. Pero cuando vio la lucha empeñada lanzose intrépidamente a ella.

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