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Actualizado: 20 de junio de 2025


Pero la grave cuestión era que Carlota no podía irse con él a la ventura. Se hallaba ya bastante adelantada en su embarazo, y mientras no tuviera casa era expuesto llevársela. D.ª Carolina se mostró magnánima. Carlota se quedaría con sus padres hasta que Mario hallase un medio de vivir.

Pues yo pensaba que esas redondillas tan vigorosas necesitaban grandes martillazos. D. Laureano y Mario volvieron la cabeza para reírse. Adolfo Moreno metió la cara por el periódico para hacer lo mismo. Usted siempre de broma, amigo Rivera dijo el poeta, avergonzado. El café estaba en su momento álgido.

Hablaba de todo con bastante lucidez menos cuando se tocaba el punto de la antropología. El médico, temiendo y aun augurando un nuevo acceso de furia, aconsejó a la familia que lo recluyese cuanto más pronto en alguna casa de salud, Mario se resistía, lleno de compasión. ¡Pobre viejo! decía.

No saldrá una palabra de mis labios mientras no lo haya realizado. Mario no quiso preguntarle más, respetando su silencio, y cambió de conversación. D. Pantaleón le manifestó que le molestaba mucho no tener fogón en el laboratorio. Todos los ingredientes que necesitaba poner al fuego los llevaba abajo. Pero esto turbaba la cocina y además era expuesto.

Un día le dijo don Laureano: «¿Sabe usted que una de las vecinitas, la más gruesa, no le mira a usted con malos ojosLo dijo por bromear; pero bastó para que nuestro joven fijase su atención en ella, la fuese hallando cada día más bonita, aunque en opinión de todos no fuese más que pasable, se interesase un poco y concluyese por enamorarse perdidamente. Mario no había conocido a su madre.

Con tal motivo hablaron de los pintores y escultores más en boga, ponderando los méritos de cada uno. Después de larga pausa en que Miguel quedó pensativo, dijo de pronto: ¿Por qué no haces algo para la exposición? Mario pareció confuso. Bajó la cabeza balbuceando algunas frases que revelaban su modestia. Creo que estás un poco equivocado respecto a tus fuerzas replicó Rivera.

Su indignación estalló de tal manera fragorosa, que el pobre Mario corrió a refugiarse en su cuarto, donde lloró con abundantes lágrimas la ruina de sus ilusiones artísticas. Mal que bien y a trompicones terminó la carrera de leyes. Pero, ocultándose cuidadosamente de su padre, seguía modelando en casa de un amigo que le facilitaba para ello su estudio.

El arte para ella era un recreo, una distracción: nada tenía que ver con el problema serio de ganar el sustento, que aún no estaba resuelto. Así que no podía menos de mostrar su indiferencia cuando se trataba de la escultura. En cambio se enteraba con gran interés de cualquier empleo vacante de que le hablasen. Mario notaba esta indiferencia y no podía menos de sentirse entristecido y desalentado.

Cuando estaban juntos y se quedaban algunos instantes silenciosos con la mirada extática, bien podría apostarse doble contra sencillo a que ambos pensaban en aquello. Un día, después de larga pausa, dijo Mario repentinamente: ¿Por qué no se lo dices a tu mamá? No me atrevo. Díselo respondió la joven anudando naturalmente la tácita conversación que sus pensamientos mantenían hacía tiempo.

El delegado preguntó inmediatamente: ¿Pero ha venido usted ayer de Madrid con un chico? , señor. Pues usted es la mujer del niño. ¡Yo, señor! exclamó la infeliz asustada. ¡No lo crea usted! ¡No lo crea por Dios, señor! ; usted es la mujer del niño... del niño de D. Ricardo... Vamos a ver a ese D. Ricardo ahora mismo. Y volviéndose a Mario añadió: Me parece, Sr.

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