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Actualizado: 1 de junio de 2025


Había pensado saludar á ustedes á su paso por la villa, pero tuve la mala fortuna de llegar á la plaza precisamente en el momento de arrancar el carruaje que estaba detenido frente á la tienda de D. Marcelino. Al pronunciar estas palabras sonrió con beatitud, y los condes siguieron su ejemplo. No por ser lejanas dejan de ser bonitas.

Don Marcelino puede entregarse sin recelo á sus paseos ordinarios; reina la mayor seguridad de dia como de noche; y así el cuitado elector va olvidando la escena de los campanillazos, gritos, garrotes y puñales. Ocúrresele entre tanto hacer un viaje, y necesita su pasaporte.

Lo que se repartía cuando fuimos era un sol magnífico capaz de derretir las piedras. ¿De manera que usted cree que yo no debo ir á la Segada? Paco Ruiz dijo estas palabras con gravedad cómica. D.ª Feliciana y Carmen rieron. ¡Siempre ha de ser usted el mismo! repuso D. Marcelino un poco amoscado levantando la tabla del mostrador para entrar.

De este noviazgo imprevisto se habló bastantes días en la villa. Apenas entró nuestro señorito en amores francos con la hija de D. Marcelino, principió á desbordarse de su fantasía el torrente de emociones vagas y refinadas, sentimientos alambicados y caprichos extravagantes que allí habían ido formando depósito.

Sin saber cómo, en el acto de subir D. Marcelino á la diligencia es detenido, conducido á la cárcel, y allí se le fuerza á pasar algunos dias, sin que basten á libertarle las vehementes presunciones que en su favor ofrecen, un traje muy decente y cómodo, un cuerpo bien nutrido, y un semblante pacato.

Adiós, señor cura, mañana pasaré á verle en su rectoral. Adiós, D. Primitivo. Adiós, señor Rodríguez, que no deje usted de visitarnos con frecuencia. Adiós, D. Juan. Adiós, D. Marcelino. Octavio se había quitado un guante apresuradamente, y al dar la mano á la señora de la casa le dijo en voz baja: ¡Qué felices son algunos claveles, condesa! Todos partieron.

D. Marcelino se empeñó en que se apeasen para descansar un poco y tomar algún refresco, pero el señor conde se negó completamente, y D.ª Feliciana entonces salió con una bandeja de dulces y unas copas de Jerez á la calle. El señor conde no quiso probar nada: la señora condesa tomó una rosquilla de Santa Clara, y pidió después un vaso de agua.

Gervasio, ahora las bandejas de dulces... ¡Coged uno de cada lado, mastuerzos! ¿Qué quiere usted, señor Anselmo? ¿Piden los muchachos que en vez de vals sea rigodón? Pues toque usted rigodón. A ver, pollos, que hay una porción de señoras en el tocador que no tienen pareja para salir. ¡Marcelino! ¿dónde se ha metido Marcelino?

En su condición de alieni juris hubo de sufrir la acción directa y constante de su dueño y señor, y sujetarse en un todo a su omnímoda voluntad. ¡Adiós cenas opíparas con mariscos y vino de Rueda en el café de la Marina! ¡Adiós caza de la liebre con Fermo el carnicero y Marcelino el tallista! ¡Adiós noches seductoras de tresillo! ¡Tardes de paz y de dicha en el lagar de Sebastián de la Puente, adiós!

La niña sonrió y siguió mirando para los cartones que tenía delante. ¡Hola, hola! ¿Pero el señorito Octavio es novio de la niña de D. Marcelino? ¡Quién lo hubiera pensado hace pocas horas al verle tan rendido y melifluo al lado de la condesa de Trevia!

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