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Actualizado: 21 de junio de 2025
Una viejita, que venía apoyada en su palo, le trajo un escapulario de la Virgen, y una guapa muchacha, con un hijo a la espalda y otro en brazos, llegó con su marido, que era un bello mancebo, a la cabeza de la mula, puso al indito en alto para que le diese la mano al «caballero bueno»; y muchos venían con jarras de miel cubiertas con estera bien atada, u otras ofrendas, como si pudiesen dar para tanto las ancas de la caballería, muy oronda de toda aquella fiesta; y otro viejito, el padre del lugar, mi señor don Mariano, que jamás había bebido de licor alguno, aunque él mismo trabajaba el de sus plantíos propios, llegó, apoyado en sus dos hijos, que eran también como senadores del pueblo, y con los brazos en alto desde que pudo divisar a Juan, y como si hubiera al cabo visto la luz que había esperado en vano toda su vida: «Abrazarlo decía . ¡Déjenme abrazarlo! ¡Señor, todito este pueblo lo quiere como a su hijo!». De modo que Juan, a quien había conmovido aquellos cariños, dejó la finca, dos días después de haber llegado a ella, no bien supo que los indios, a pesar de su esfuerzo, corrían peligro de que se les quitase de las manos la posesión temporal que, en espera de la definitiva, había Juan obtenido que el juez les acordase el juez, que había recibido el día anterior de regalo del gamonal un caballo muy fino.
Al mismo tiempo el príncipe Don César, mancebo de singular belleza, casi femenina, y con el objeto de escapar de la solícita y angustiosa ternura de su madre, se viste á su vez de mujer, y con este disfraz se pone en camino hacia Ursino, para formar también parte de la turba de pretendientes: un suceso casual le impide abandonar sus vestiduras en ocasión oportuna, y llega así á la corte de Serafina.
La primera dama gastaba una túnica muy larga y comenzaba a llorar desde que subían el telón. El barba hacía de rey y debía morir al fin del acto tercero a manos del mancebo de las décimas: buena voz, potente y cavernosa, como convenía a un rey visigodo.
A la tercera vez que se asomó Luz a la azotea, también vio al mancebo en el mismo sitio; pero ya no se contentaba, para dar entretenimiento a sus miradas, con el lujo de la naturaleza que le envolvía; también la miraba a ella, a Luz, y aun con mejores ojos que a las bellezas inanimadas del paraíso; y como el mancebo era, en opinión de Luz, «el sentimiento de la bondad y la fortaleza», y hasta «el arcángel guardador» de todo aquello, que ya era «de los dos», Luz bajó del terrado, sin miedo y sin escrúpulos, y el mancebo la salió al encuentro; y ella apoyó su brazo en el brazo que le presentó él, y se fueron juntos por el sendero adelante; y mientras andaban así, a Luz le parecía más radiante la del sol y que eran más olorosas las flores y más blandos los senderos; los ruidos más armoniosos, el ambiente más saludable y los pajarillos más alegres.
¿Usted, Pepa?-preguntó el mancebo queriendo demostrar desembarazo, pero inquieto en realidad, porque la de Frías era con razón temida. Yo, sí. Vamos a cuentas, Ramoncito, ¿qué se propone usted echando sobre sí tanto perfume? ¿Es que pretende usted seducirnos a todas por el órgano del olfato? Por cualquier órgano me agradaría seducir a usted, Pepa. La tertulia celebró la respuesta.
Decidme, ¿por qué me dijísteis allá abajo que no sabíais si veníais del cielo ó del infierno? Decíalo por un mancebo que acaba de entrar... ¿En el cuarto de la reina?... ¿Habéisle visto? Le seguía. ¿Y no os parece que ese mancebo puede muy bien encontrar en ese cuarto una gloria ó un infierno? Alegraríame que le glorificasen. Y yo; aunque no fuese más que por verme vengado... ¿Del rey?...
El primero que entró fué un mancebo llamado Cotaga, hijo de un grande hechicero, al cual tenía el Padre grande afecto, y por ganarle la voluntad le sentaba siempre á su lado.
Descollaba entre todos, así por lo rubio como por lo buen mozo y gallardo, el elegante y noble mancebo Mutileder.
De pronto vio plantarse ante él a esbelto mancebo armado de larga espada española. Hubo como un estremecimiento de ansiedad. Las dentaduras brillaron. Pero a las primeras tretas el adversario desapareció en la tiniebla.
Cuando Aquilano ve entre ellas á la princesa, se conmueve profundamente, y el médico deduce de esta circunstancia que está enamorado de ella. Bermudo, dejándose llevar del primer impulso de su ira, condena á muerte al mancebo, único medio que se le ocurre de lavar la deshonra de su familia.
Palabra del Dia
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