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La señora Percival hizo llamar a Crump, el cochero, que había llevado en el bróugham a su joven ama hasta la estación de Euston, y lo interrogó. La señorita Mabel ordenó el cupé, señora, unos momentos antes de las once contestó el hombre, saludando. Llevó su valija de cocodrilo, pero, anoche despachó por Carter Patterson un gran baúl lleno de ropa usada, así le dijo la señorita a su doncella.

Mabel habíame hablado a menudo de las frecuentes ausencias de su padre, ausencias que duraban algunas veces una, dos y hasta tres semanas, y en que no se sabía su destino ni dejaba su dirección. Ahora habían quedado aclarados sus extraños viajes errantes.

No proclame su triunfo; Baugrand no ha venido hoy, pero mañana... ¡Ah, ésta es buena! mañana, es el porvenir, y el porvenir es de Dios, según dice el poeta. María Teresa se sonrió, y reuniéndose al grupo de sus amigos, Martholl y ella llegaron en el instante en que Platel declamaba a la linda Mabel d'Ornay: ¡Qué deliciosa vida llevamos!

Ah, la pequeña Mabel suspiró. Ya hace ciertamente diez años desde que la vi en Manchester. Era entonces una criatura como de once años, alta, de cabellos negros, bonita, muy parecida a su madre... ¡pobre mujer! ¿Conoció usted a su madre? le pregunté con cierta sorpresa. Movió afirmativamente la cabeza, pero se negó a dar mayores informes.

Fuese lo que fuese, aquello se presentaba como un problema enigmático e intrincado. Es muy curioso, ciertamente observó Mabel, después de haber estado un rato tratando en vano de juntar algunas palabras inteligibles con las letras en columnas, valiéndose del método fácil de cálculo. No tenía la menor idea de que mi padre hubiese llevado oculto de este modo su secreto.

La desaparición o pérdida del precioso objeto, documento o lo que fuese, encerrado dentro de la bolsita de gamuza, que el muerto había conservado tan cuidadosamente durante tantos años, era ahora, por sola, una circunstancia muy sospechosa, mientras las vagas pero firmes aprensiones de Mabel, que no quería o no podía definir, habían despertado en nuevos recelos sobre la muerte de Burton Blair, recelos que me hacían pensar que había sido víctima de una infamia.

Considera la huida de Mabel como una broma, habla de ella en tono de chanza, asegurando que pronto estará de vuelta, pues no puede permanecer mucho tiempo ausente, y que él la hará volver en el momento que lo quiera o que necesite su presencia aquí. En una palabra, habla ese tipo como si Mabel fuera de cera en sus manos, y él pudiera hacer lo que le plazca con ella

Fray Antonio, su amigo ignorado, había sido indudablemente el más íntimo y de mayor confianza. ¿Por qué razón nos había ocultado a todos, hasta a la misma Mabel, esta extraña y misteriosa amistad? Miré fijamente la severa cara del monje italiano, tostada por el sol, y traté de penetrar el misterio escrito en ella, pero fue en vano.

¡Señor Greenwood! tartamudeó, levantándose rápidamente, pálida y sin aliento ¡usted! ¡usted aquí! contesté, cuando la sirvienta hubo cerrado la puerta y quedamos solos. ¡Al fin la he encontrado, Mabel... al fin! Y, avanzando, tomé tiernamente sus dos manecitas entre las mías.

Parecía completamente increíble, sin embargo, al recordar aquella escena de media noche en el parque de Mayvill; en el acto reconocí cuán impotente y desamparada se hallaba en las manos de ese vulgar y arrogante gañán, de ese infame campesino, que, en un momento de loco frenesí, había cometido aquel desesperado y furioso atentado contra la vida de Mabel.