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Actualizado: 16 de mayo de 2025
Al fin la tremenda lucha cesa, profundo silencio sucede á un postrer rugido del monstruo espantable muerte; y Leila, que ella es la dama, mira á sus piés al mancebo, y desmayada en sus brazos se abandona sonriendo. ¡Alma, vida y amor del alma mia! exclamó Ataide los lucientes ojos destellando una célica alegría; y Leila, trasportada, enloquecia, trémulos de pasion los labios rojos.
Helado y sobrecogido, oye en la oscuridad la voz de su hermano que le habla con el cuerpo fuera de la tribuna y los ojos lucientes de fiebre, como un poseído. No pises sobre la sepultura de mi madre... ¡Ladrón! DON FARRUQUI
Pero la procesión lujosa de madres fragantes y niñas galanas continúa, sembrando sonrisas por las aceras de la calle animada; y los pobres indios, que la cruzan a veces, parecen gusanos prendidos a trechos en una guirnalda. En vez de las carretas de comercio o de las arrias de mercaderías, llenan las calles, tirados por caballos altivos, carruajes lucientes.
La barda de cal y canto estaba ruinosa y desconchada; los bancos derruidos y desportillados; y los naranjos que circundaban la fuente, anémicos, devorados por las hormigas. En un arriate, el único que parecía tal, algunas plantas frondosas y lucientes, enflorecidas y galanas.
Al cruzar a su lado dirige una mirada distraída al fondo, y chocan sus ojos con otros grandes y lucientes. Siente un estremecimiento eléctrico, vuelve la cabeza con presteza, pero sólo percibe ya la trasera de la silla que se aleja. Tira de las riendas al caballo y la sigue: a los pocos momentos se detiene avergonzado y prosigue su marcha. ¿Sería Fernanda?
Pasado el susto, se abrazó a sus rodillas besándolas con frenesí, se desbordó en un mar de palabras apasionadas, incoherentes, llenas de fuego y de verdad, mientras ella, tan breve, tan diminuta, contemplaba aquel coloso rendido, con sus ojos misteriosos de valenciana lucientes de amor y pasión. Con este inmenso trabajo conquistó el conde de Onís a la gentil señora de D. Pedro Quiñones de León.
Marchaba primero el ilustre poeta García de Resende, recopilador del Cancionero que lleva su nombre, y Secretario de la Embajada, y le seguían los reyes de armas de Portugal con sus lucientes cotas y los maceros del Papa, que precedían al Embajador Tristán de Acuña.
El curso de los rios apresura, Y le detiene, el pecho á furia incita, Y le reduce luego á mas blandura. Por mitad del rigor se precipita De las lucientes armas contrapuestas, Y da vitorias, y vitorias quita. Verás como le prestan las florestas Sus sombras, y sus cantos los pastores, El mal sus lutos y el placer sus fiestas,
Por una rareza singular, no he conservado de esa época más que un recuerdo vago de las personas cuya vida ha estado más estrechamente asociada a la mía; sin duda porque las impresiones siguientes han borrado las primeras. Mi padre era un hombre pequeño, robusto y rechoncho, de barba y cabellos negros y cortos, calzado con altas botas lucientes y vestido de una hopalanda de basto paño verdoso.
Eran negros y lucientes hasta dar en azules, levemente ondeados, no muy largos porque al pronunciar los votos la tijera había hecho feroz estrago en ellos.
Palabra del Dia
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