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Toda esta tropa femenina habitaba y dormía en el piso principal de la casa de campo, donde también tenían habitación el aperador, su mujer y sus cuatro chiquillos; pero éstos, tan apartados, que no se veían ni se entendían sino cuando el amo llamaba. Había, por último un mozo, que dormía junto a la caballeriza y cuidaba de ella, de los patios y corrales.

En cuanto dió unos pasos y echó una mirada á la casa, pudo ver á la escasa claridad de las estrellas el bulto de un hombre encaramado en el balcón del cuarto que ocupaba Flora. Acercóse solapadamente hasta ponerse debajo de él y oyó que llamaba suavemente y decía muy quedo: Flora... Florita...

Sin más introducción allá van los cuentos. Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.

Hacía algún tiempo que, preocupado de las desgracias por que pasaba María Teresa, y creyendo correcto participar de ellas, había vivido en lo que llamaba el retiro; es decir que se había presentado poco en el gran mundo, salvo en el club y en algunas comidas íntimas. Pero las palabras dichas a María Teresa lo desligaban.

No volvió a entrar sino al primer toque que llamaba a comer. Talvez fue a causa de su preocupación, que el capitán creyó notar, al entrar en el salón, algo de tirantez y alteración en el rostro del señor de Maurescamp. Iban a comer. Había en la mesa como veinte convidados.

Y con esto diole un criado para ayo que le gobernase la casa y tuviese cuenta del dinero del gasto, que nos daba remitido en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza.

Hay un enigma de la mayor transcendencia, no resuelto aún, que trae sin sosiego a cuantos hombres piensan y discurren en el día. Años ha, siendo yo muy mozo y reinando Don Juan II interrumpió entonces Lorenzo Fréitas aportó a Lisboa un genovés muy presumido y soberbio que estaba al servicio de Castilla y se llamaba Cristóbal Colón.

¿Y sabéis cómo se llamaba su madre? No me lo han dicho. Pues yo voy á decíroslo. Sepamos. La madre se llamaba... y se llama, doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, camarera mayor de su majestad. Abrió enormemente los ojos Quevedo. Y qué hermosa, qué hermosa estaba entonces la duquesa. ¿Pero estáis seguro de ello, amigo Manolillo?

Lubimoff no renunció á su rencor. Era Martínez y nadie más el que se colocaba entre ambos. Hasta entonces sólo había fijado su atención ligeramente en este muchacho, al que Toledo llamaba «el héroe». ¡Eran tantos los héroes en el momento presente! Su odio fué despojándolo del prestigio que le daban sus hazañas y su desgracia.

La expansión, dulcemente truhanesca, que le llamaba con los vulgares nombres de petit coco ó mon gros cheri, hacíale sonreír juvenilmente bajo su barba venerable. Era una pasión que alegraba el ocaso de su vida, que resucitaba su alma casi en las puertas de la vejez.