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Por una asociación de recuerdos, volvió á su memoria el «Mon gros loup cheri», y sin saber por qué, sintió una tentación infantil de reír ante el gigantón de aspecto imponente; de arrojarse á su cuello, repitiendo, como Dios le diera á entender, aquella frase de cocotte, que debía encerrar algún misterio mágico para apoderarse de los hombres.

Doña Cristina se había irritado muchas veces por no poder alegar ninguna falta contra aquel hombre que vivía tranquilo, sin acordarse de la religión, cerrando su casa á los ministros de Dios. De aquella carta pecadora le había quedado el principio impreso en la memoria: «Mon gros loup cheri». ¿Qué querría decir esto?

Pero doña Cristina levantó la voz un poco más, como si tuviese que hacer un esfuerzo para soltar algo penoso y Pepita la oyó decir con gran dificultad, vacilando á cada sílaba «Mon... gros... loup... cheri...» No: aquello no iba con ella... ¿Pero por qué decía su madre tales cosas? ¿Qué lobo era aquel, en francés, que su madre llevaba tan trabajosamente hasta los oídos del buen Padre?

La expansión, dulcemente truhanesca, que le llamaba con los vulgares nombres de petit coco ó mon gros cheri, hacíale sonreír juvenilmente bajo su barba venerable. Era una pasión que alegraba el ocaso de su vida, que resucitaba su alma casi en las puertas de la vejez.