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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Y como Lisarda hubiese desaparecido también, dio mi madre en imaginar que enamorado de ella su esposo, por ella secretamente a Sevilla había venido, llevádosela, y con ella desaparecido.
Aléjase Diego arrepentido; pero entonces el mismo Don Gil, que desde fecha muy anterior lucha con el amor á Lisarda, sucumbe de pronto á la tentación: se aprovecha de la escala arrimada á la ventana; entra dentro, y, en lugar de Don Diego, se precipita en los brazos de la bella Lisarda.
Lisarda no puede ser conocida de ellos, porque cubre su rostro con una máscara: primero quiere sacrificarlos para saciar su odio á todo el género humano, pero las palabras de su anciano padre conmueven su endurecido corazón, y desde este instante determina expiar sus yerros haciendo la penitencia necesaria.
La tardanza de don Baltasar era porque él no entraba nunca en la callejuela donde estaban los soportales y el postigo, sino después de haber visto el resplandor de una luz, desde la calle del Hombre de Piedra, en los vidrios de una ventana de la parte principal de la casa, cuya seña hacía Lisarda para que él supiese que podía ir sin cuidado; y aquella noche Lisarda no había hecho la seña a la hora de costumbre, porque en aquella hora estaba yo viniendo al mundo, y ella estaba junto a mi madre.
Ya en esta clausura, muriéronse la una tras la otra sus dos ancianas tías, y quedose mi madre sola con sus criados, que pluguiera a Dios no los hubiera tenido, o por lo menos a una traidora Lisarda, que fue la causa con sus liviandades, de lo que nunca recuerdo sin que de la congoja de mi corazón den muestra las lágrimas que salen por mis ojos.
Fue así, sin embargo, y bastante necio don Baltasar para creer en tales increíbles disparates; y alentado por este error suyo, y creyéndose amado, o, cuando no, en camino de serlo, arrojose al otro día a sobornar y corromper a uno de los criados, y a fuerza de dádivas y promesas consiguió que aquel mal servidor consintiese en tomar una carta que le dio para su señora; carta que fue a dar por desdicha en las manos de Lisarda, que no se la dio a mi madre, que si se la diera, en aquel punto hubiera terminado la historia.
Dejó al fin ella salir de su pecho, o más bien de su pecho se escapó, otro profundísimo suspiro, y continuó su relación de esta manera: Hasta tal punto se parecía Lisarda en las proporciones de la figura y en los movimientos a mi madre, que viéndola por detrás, sólo por la diferencia del traje podía distinguirse a la criada de la señora.
Era además Lisarda muy hermosa y muy joven, y a estas prendas de la persona, realzadas por la lozanía de su edad temprana, juntaba una grande honestidad y la buena y cristiana crianza que la habían dado sus padres, humildes, pero honrados; amábala por estas sus buenas prendas mi madre, y por ser ella tan de su gusto, complacíala se le pareciese en la estatura y en la corpulencia, y en aquella su gallarda manera de andar y de accionar; cosas todas estas últimas que mi madre hubiera aborrecido, si hubiera adivinado las cosas que sobrevinieron, y que ya vos, señor Miguel de Cervantes, debéis haber vislumbrado con vuestro claro ingenio.
Pero la oyeron algunas criadas, que avisaron a Lisarda, que en un cuarto próximo al de mi madre dormía, y todas se fueron a ponerse en los miradores a gozar de la regalada música.
Decía yo que por el postigo, aun entreabierto, entráronse empujándole, y espada en mano, mi padre y su primo Francisco de Rivalta; y como el aposento estuviese oscuro, Rivalta abrió una linterna que a prevención llevaba, y encontráronse con que, hecha una estatua a causa del espanto, estaba a poca distancia del postigo Lisarda, y junto a ella, con la espada en la mano, y mirando a aquella mala mujer, todo asombro, a don Baltasar de Peralta.
Palabra del Dia
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