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Actualizado: 13 de julio de 2025


Y doña Catalina salió de la antecámara de la reina, y se metió por una galería obscura. Felipe III atravesó con impaciencia el pasadizo secreto que ponía en comunicación su cuarto con el de la reina. Halagaba al rey el hacer alguna cosa por propio; tan acostumbrado estaba á la tutela de Lerma desde muy joven.

Y yo también lo creo así dijo ; en cuanto á lo de no ver libremente á mi esposa... en esta parte piensa como yo el autor incógnito; pero prosigamos. Y el rey inclinó de nuevo la vista sobre la carta: «...es necesario que este estado concluya, pero ni lo conseguirá vuestra majestad de Lerma, ni tendrá bastante valor... ¡para hacerse respetar

¡Oh! te juro... te juro que el bufón no hablará; pero para eso es necesario... ¡Qué! Que don Francisco de Quevedo, mi amigo... mi buen amigo, pueda estar seguro en la corte. ¡Cómo! El duque de Lerma... ¡Oh! descuida... pero tu madre se acerca. En efecto, la duquesa venía cargada con una multitud de estuches. ¿Qué es eso, señora? dijo don Juan. Este es el dote de tu esposa que yo la doy.

A cualquier hora, mañana, me encontraréis en la secretaría de Estado ó en mi casa. Guárdeos Dios. El duque de LermaApenas entregada esta carta, el duque salió de casa de Dorotea, sin despedirse de ella, trémulo, irritado. El bufón salió también, llevando consigo la carta del duque de Lerma. Dorotea quedó en un estado horrible de ansiedad.

Resulta, pues, que vos para don Francisco sois más la vanidad que el deseo. Es verdad. Si vos dijérais al duque de Lerma: no volváis más á poner los pies en mi casa, el duque, herido en su vanidad, sería capaz de hacer cualquier desatino. ¡Oh! el duque haría cuanto yo quisiera, sólo porque no pudiera nadie decir: la Dorotea le ha despedido. Pues bien; ved ahí por qué he venido yo á veros.

Pero os habéis olvidado, señora dijo con suma precipitación Quevedo . Yo deseo, quiero, os suplico, que el duque de Lerma no sepa, no pueda sospechar siquiera la situación en que me encuentro respecto á él. ¡Ah! ¡, es verdad, caballero! Y puesto que así lo deseáis, respetaré vuestro deseo.

¿Quién viene con vos, tío? El confesor de su majestad el rey. ¡Ah! ¡El buen padre Aliaga! ¿Me conocéis? dijo fray Luis entrando en el mismo aposento en que en otra ocasión entró Quevedo con el tío Manolillo. Os conozco de oídas; delante de han hablado mucho de vos el duque de Lerma y don Rodrigo Calderón.

¡Oh! yo os aseguro que el duque de Lerma no tendrá tiempo de revolver sobre nosotros. El duque de Lerma es hombre muerto. ¡Ah! ¿hablábais de mi buen don Francisco de Rojas y Sandoval, mi muy amada esposa, mi respetable confesor? dijo Felipe III, que había entrado poco antes en la cámara, y adelantado en silencio. La reina y el padre Aliaga se levantaron á un tiempo.

Es lo que nos queda de grande y noble, porque algo de noble y grande quede en España. Sirviendo al duque sirvo á Dios, porque sirvo á la justicia y al honor. O porque sirviéndole, os servís á vos mismo. ¿Qué habéis visto en Girón, que os haga creer que es más grande que Lerma? Que Girón es grande sin decirlo, y vos, llamándoos grande, sois pequeño.

No, no; cuando os escribí no era reina, y necesitaba de vuestros buenos oficios por completo; hoy ya es distinto; he vuelto á ser reina; Lerma ha dispuesto que se me pague lo que se me debe, y... soy rica; os mando, pues, que me digáis cuánto ha costado esa provisión. Os lo mando, ¿lo entendéis? Ha costado trescientos ducados. ¿Y los demás gastos?... No lo á punto fijo, señora.

Palabra del Dia

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