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Actualizado: 13 de noviembre de 2025
El duque de Lerma, que después de una larga vida de cortesano, que le había hecho práctico en la intriga, llegó á ser árbitro de los destinos de España como ministro universal al advenimiento al trono de Felipe III, se había visto obligado, desde el principio de su privanza, á rodear al rey de hechuras suyas, á intervenir hasta en las interioridades domésticas de la familia real, y, lo que era más fatigoso y difícil, á contrabalancear la influencia de Margarita de Austria que, menos nula que el rey, quería ser reina.
Con decir que aquella litera era un regalo del duque de Lerma, está explicado todo. Del mismo modo, despertado el joven por ella, sorprendido por el breve y extraño diálogo anterior á su salida de la casa, no había podido hacerse cargo de lo exquisitamente engalanada que iba la joven.
Yo, cierto, que entendí de esta reyerta De Santa-Fé algun tanto, y de aquel hecho Por cosa averiguada tengo y cierta, Que hizo Lerma en ir grande provecho: Que en ver allá que estaba allí á la puerta, Quien guardar procuraba el fil derecho; La canalla Argentina reposaba, Y el nombre de Fílipo celebraba.
Cualquiera al escucharte, no viéndote, creería que no tenías miedo. Y estás temblando, Lerma. Temblando como un ratón delante del gato.
Servía la duquesa á Lerma tan de buena voluntad, con tan buena intención, ya lo hemos dicho, como que creía que todo lo que faltaba á Felipe III para ser un mediano rey, sobraba á Lerma para ser un buen ministro. Militaban además en el ánimo de la duquesa en pro del favorito, razones particulares de agradecimiento. La duquesa era madre.
De seguro la abadesa os ha dado una carta. Es verdad. Una carta para el duque de Lerma. Es verdad. Dadme esa carta. Pero tengo que llevarla á su excelencia. Dadme esa carta. Montiño la sacó del bolsillo interior de su ropilla, y la dió á Quevedo. Quevedo rompió la nema. ¿Pero qué hacéis? dijo Montiño. Esta carta, puesto que está en mi mano, es para mí. Y la leyó. Ya lo sabía yo dijo.
¡Cómo, señor! ¿pesa á vuestra majestad haberme encontrado? No me pesaría si no fuéseis tan amiga de Lerma, ó si Lerma no creyera que la reina le quiere mal, aunque en ese caso, para nada necesitaba yo de pasadizos. Pero, señor, para mí, vuestra majestad, después de Dios, es lo primero. Sí, sí, lo creo... pero... estoy seguro de que... me opondréis dificultades. ¡Dificultades! ¡á qué!
Para no ser oídos, lo mejor es ser callados. Aquí dijo con acento imperceptible el bufón, señalando otra puerta y en ella otros dos agujeros. El bufón no se había engañado: el duque de Lerma velaba en la cámara real; pero no estaba solo.
El autor debe decir, que tal maña se dió Quevedo, que curó á los dos esposos completamente, á él del recuerdo de Dorotea, á ella de sus celos. Atemos los últimos cabos. Don Rodrigo Calderón sanó al fin de su herida, y como era necesario al duque de Lerma, éste se guardó muy bien de mostrarse enojado con don Rodrigo.
¡Vuestro esposo!... exclamó con asombro el duque de Lerma. Sí; yo soy viuda de un capitán de mar de su majestad, señor. Contadme, contadme cómo fué eso. Cuando llegamos al puerto del Ferrol, don Hugo, que no se había tomado conmigo la menor libertad, á pesar de que yo estaba enteramente sometida á él, hizo venir de tierra unas sastras..
Palabra del Dia
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