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A sus espaldas sonaron lamentos. «Adiós, hijos míos... Adiós, vida... Yo no quiero morir... ¡no quiero morir!...» Los dos hombres sintieron la necesidad de decir algo, de cerrar la página de su existencia con una afirmación. ¡Viva la República! gritó el alcalde. ¡Viva Francia! dijo el cura. Desnoyers creyó que ambos habían gritado lo mismo.

557 Privado de tantos bienes y perdido en tierra ajena, parece que se encadena el tiempo y que no pasara, como si el sol se parara a contemplar tanta pena. 558 Sin saber qué hacer de y entregao a mi aflición, estando allí una ocasión, del lao que venía el viento oi unos tristes lamentos que llamaron mi atención.

Entretanto, allá en la ribera, hacia la punta de San Felipe, una muchacha, con los zapatos despedazados y echada de pechos sobre la última roca, miraba, sollozando, aquellas luces mortecinas, cada vez más pequeñas, cada vez más lejanas; y la marea, aislando poco a poco el escollo, jugaba con su manto verduzco, apagaba sus lamentos, se llevaba sus lágrimas, y le murmuraba al oído enorme y despiadada canción que reía con las espumas.

La firma no es legible; sobre ella hay una gran mancha, que proviene, sin duda, de las lágrimas derramadas sobre el papel por el autor arrepentido. Entre otras cosas, escribe que nuestras pobres mujeres tienen destrozado el corazón. ¡Proserpinita querida! MARCIO. ¡Pero escuchadme! ¡Me interrumpís a cada palabra con vuestros lamentos!

Transcurridos tantos años, recuerdo aún, como se recuerdan las medrosas imágenes de un mal sueño, que mi madre yacía postrada con no qué padecimiento; recuerdo haber visto entrar en casa unas mujeres, cuyos nombres y condición no puedo decir; recuerdo oír lamentos de dolor, y sentirme yo mismo en los brazos de mi madre; recuerdo también, refiriéndolo a todo mi cuerpo, el contacto de unas manos muy frías, pero muy frías.

Memorias fúnebres, ceremonias lúgubres, ocasiones repetidas de lágrimas y lamentos para los amigos y deudos, de exaltacion y mayor encono para los enemigos, son casi las únicas dedicaciones que ocurren en la iglesia mayor hasta el reinado de D. Enrique el Bastardo.

Gemía oyendo a su hermano, como si cada una de sus palabras penetrase en su alma, crispándola con el dolor de las heridas desgarradas; pero no abría su boca: temía decir demasiado y únicamente lloraba, poblando de lamentos el silencio de la tarde. Habla gritaba imperiosamente Fermín. Di algo. quieres a Rafael; le quieres tal vez más que antes. ¿Por qué te separas de él? ¿Por qué le despides?

Los lamentos de la tía Rojana y el cacareo de las gallinas que tranquilamente invadieron la sala común apenas abrió aquella la puerta de la venta, no tardaron en despertar á los huéspedes.

Al cabo el mozo de la Braña alzó la suya. Por sus mejillas se deslizaba una lágrima, pero en sus ojos altivos se leía una firme resolución cuyo fruto pronto hemos de ver. Se despidieron tristemente para ir á la cama. Mas antes de llegar á ella oyeron gran tumulto en la casa vecina, que era la de la tía Basilisa, gritos, lamentos, imprecaciones.

No eran fúnebres lamentos, las campanadas como decía Trifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su ama; no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.