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Ojalá pudiera yo trasladar aquí algunas cartas suyas, que tengo en mi poder, para que vieran todos que no pudieran los enamorados del mundo y de la carne explicar con más vivas expresiones sus contentos y deseos, cuanto este obrero Evangélico manifiesta los sentimientos de su corazón en los negocios del servicio de Dios; los lamentos y quejas que hace de su mayor enemigo el demonio cuando se le atravesaba, ó hacía se le desvaneciesen sus designios.

Fuera lloriqueaban los pequeños sin atreverse á entrar, como si les infundieran terror los lamentos de su madre; y junto á la cama estaba Batiste, absorto, apretando los puños, mordiéndose los labios, con la vista fija en aquel cuerpecito, al que tantas angustias y estremecimientos costaba soltar la vida.

Unas veces, era el golpear brusco del amo que llama á la puerta; sacudidas como de una mano de hierro que quisiese arrancar el marco; otras, agudos quejidos por la chimenea, lamentos por no poder penetrar, amenazas porque no abríamos la puerta, en fin, cóleras, horrorosas tentativas para arrancar el techo.

Areche, Medina y Mata-Linares, autores de tantas atrocidades, recibieron honores y aplausos: pero el aspecto de las víctimas, sus últimos lamentos, sus miembros palpitantes, sus cuerpos destrozados por la fuerza de los tormentos, son recuerdos que no se borran tan facilmente de la memoria de los hombres; y debe perpetuarlos la historia para entregar estos nombres á la execracion de los siglos.

La falsa calma del hombretón, sus ojos secos agitados por nervioso parpadeo, la frente inclinada sobre su hijo, ofrecían una expresión aún más dolorosa que los lamentos de la madre. De pronto se fijó en que Batistet estaba junto á él. Le había seguido, alarmado por los gritos de su madre.

»En el salón inmediato aguardaba mi abuelo, que, en honor mío, había hecho aquella noche «la calaverada» de ir a admirarme «vestida de pecadora». Al verme aparecer, se quedó como asombrado. Pensé yo que se escandalizaba, y me cubrí el seno con el abanico. Me dijo a su modo muchas cosas, que tan pronto me sonaban a ponderaciones entusiásticas, como a lamentos de pesadumbre.

Ahí estaba, en la actitud de fiera que reposa, bien nutrida de vidas y de honras; los lamentos de las víctimas no se oían, pero quizá, aplicando el oído, se escuchara la voz doliente de los desgraciados, que la loca ambición sacrificara.

El buen señor no oyó, pues, los fúnebres maullidos del gato; no le vio entrar en la estancia con los bigotes tiesos, el lomo erizado, los ojos como esmeraldas atravesadas de rayos de oro, las uñas amenazantes: no le sintió saltar y hacer locuras cual si perdiera el juicio o estuviese tocado de mal de amores; no oyó sus horribles lamentos, seguidos de roncos bramidos, ni presenció la ferocidad con que a la postre se lanzó fuera, escalando la pared, cayendo, levantándose, subiendo por un poste, precipitándose por oscuros agujeros, para reaparecer luego desesperado y jadeante.

Misas a centenares, funerales a toda orquesta, limosnas a porrillo, y lágrimas y lamentos que afortunadamente tenía el poder de evitar con sus frases chistosas el doctor don Rafael Pajares, quien, como médico de alguna fama, había sido llamado en los últimos días de la enfermedad del marido, lo que aumentó la languidez de éste y su desesperado desaliento.

Dejo de referir aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta dama, las muestras de dolor y de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme víctima de un amor desesperado por ella, y los demás extremos que hizo, y a los cuales todo atortolado no sabía yo qué responder ni cómo justificarme. Pero no fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad de la chacha Ramoncica.