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Actualizado: 3 de mayo de 2025


La noticia ha corrido por los bastidores, ha penetrado en el saloncillo de autores, ha llegado también á los «camerinos», donde las actrices acaban, entre risas, de alegrar con carmín la frescura bermeja de sus labios.

Veamos a don Timoteo en el Prado; rodeado de una pequeña corte que a nadie conoce cuando va con él: vean ustedes cómo le oyen con la boca abierta; parece que le han sacado entre todos a paseo para que no se acabe entre sus investigaciones acerca de la rima que a nadie le importa. ¿Habló don Timoteo? ¡Qué algazara y qué aplausos! ¿Se sonrió don Timoteo? ¿Quién fue el dichoso que le hizo desplegar los labios? ¿Lo dijo don Timoteo, el sabio autor de una oda olvidada o de un ignorado romance?

De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía.

Había que alegrarse: aquel domingo era el de sus bodas, el primor día que pasaban juntos. Ya pensarían luego en las economías. Bebieron en el mismo vaso, cuidando el uno de poner los labios en la empañadura que dejaba la boca del otro.

Pero describámosla. Era una mujer como de sesenta años, ó por mejor decir, una pelota con pies, cabeza y brazos: morena, encendida y basta, con la nariz gruesa, los labios gruesos, los ojos pequeños y colorados, el izquierdo bizco, y los escasos cabellos, rubios entrecanos.

Cuando por fin abrió los ojos y me vio toda temblorosa a su lado, sus pobres labios azulados se esforzaron por sonreír, y sus primeras palabras fueron para darme una broma, lo que prueba que su espíritu no se había extraviado muy lejos de nosotros y que había vuelto, con el primer aliento, a entrar en sus moradas de costumbre: «¿Me creías ya muerto, juzgado y condenado, mi querida devota?... Ea, no te entristezcas; otra vez será

La dulcamara, por último, corresponde aun á cierto número de síntomas bastante constantes y característicos, tales como: piel fria, caliente y aun ardorosa despues, que se pone árida y seca, ó se cubre de sudor, con un orgasmo á veces mas ó menos general; prurito, rubicundez, erupciones herpéticas, salivacion, ronquera, bronquitis, opresion, tos convulsiva, hemoptisis, náuseas, vómitos, dolores cólicos, diarrea, retencion de orina; orinas abundantes, involuntarias, escasas, difíciles de evacuar, turbias; escozor y sequedad en la garganta, otalgia, vértigos, oscurecimiento de la vista, fluxion en el ojo, en la mejilla; hipersecrecion de las mucosas, infarto de las glándulas, pesadez de cabeza, congestion en la misma, delirio, epistaxis, dolores con sensacion de frio por el cuerpo, convulsiones en los labios, en los párpados; cardialgia, enteralgia, laxitud, ardor quemante aquí y allí, temblores, debilidad paralítica; parálisis de la lengua, de la cara; sudores frios.

Misterio en el misterio; pero éste debía permanecer impenetrable, puesto que el sello de la muerte había cerrado ya los labios de los dos autores del drama.

Cuando llegó a su casa le dolía la cabeza; acordose entonces de Botín, a quien de seguro encontraría, esperándola airado, y entonces cayó un velo negro sobre sus alegrías. Se volvieron obscuras, y andaban dentro de ella azoradas, corriéndosele del corazón a los labios y dejándole un sabor amargo en todas las partes de su ser por donde pasaban.

¡Oh, qué hermosa eres, Margarita! dijo el rey, en cuyas mejillas apareció la palidez del deseo. Y la atrajo á . Margarita de Austria, se sentó en un movimiento lleno de coquetería en las rodillas del rey, y se dejó besar en la boca. Depón al duque de Lerma dijo la reina entre aquel beso. El rey se retiró bruscamente como si le hubiesen quemado los labios de Margarita.

Palabra del Dia

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