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Actualizado: 19 de junio de 2025


Ganada por su parte y sin darse cuenta de ello por la llama penetrante de aquel amor que se estaba incubando hacía mucho tiempo en el fondo de su ser, la tranquila, la prudente y severa Julieta, aturdida y fascinada por una especie de vértigo, se abandonaba inconscientemente a la ola de sensaciones nuevas, tumultuosas y confusas que turbaban vagamente su alma virginal.

Unas se estiraban lo mismo que fieras perezosas, sin reparar en lo que dejaban al descubierto; otras apoyaban la mandíbula en las rodillas, mientras mantenían éstas entre sus brazos cruzados. El estaba en el suelo, sobre una gran bandeja de plata, en la que movía la lámpara de alcohol su penacho azul casi invisible. Julieta había hecho valientemente la presentación de la vieja á sus amigas.

¿Necesito pintar el efecto que produjo esta carta en el atribulado matrimonio? Seguramente que no. Don Simón y su mujer podrían ser todo lo bestias que se quisiera para no comprender la inminencia de ciertos peligros en un carácter como el de Julieta; pero, al cabo, eran padres de ésta, y la amaban con delirio.

¿Pues?... ¡Ah, !... No me acordaba que debo presentarle a su Julieta... ¡Oh! ¡La juventud!... ¡el amor!... ¡Qué pena para ver esas cosas ya de lejos! añadió con un suspiro. Pero sus ojos codiciosos, atrevidos, dirigiéndose al mismo tiempo hacia una hermosa mujer sentada cerca del mostrador, pregonaban bien claro que no andaban tan lejos como decía.

JULIETA. ¿Estuviste también de juerguecita...? RAQUEL. ¡Estuve bailando con los norteamericanos hasta las dos de la madrugada...! No dónde tengo las piernas... ¡Y este endiablado estudio apenas está empezado...! ELSA. ¡A me da miedo pensar que tengo que cubrir de color este lienzo...! Lo único que me interesa de todo esto son los calzoncillos, porque es lo más fácil de hacer.

Julieta no se había levantado, y después de responder con una ligera inclinación de cabeza al saludo ceremonioso del joven, se quedó esperando. Raúl parecía un poco turbado a pesar de su aplomo. La actitud cortés pero digna de la joven empleada paralizaba sus brillantes facultades.

Y así fueron corriendo los años. Don Simón, acrecentando en cada uno prodigiosamente su caudal, sin duda por aquello de «dinero llama dinero»; doña Juana, sudando placer y vanidades por todos los poros de su cuerpo, y Julieta transformándose en una arrogante moza, desesperación de imberbes, codiciada de talludos y obsequiada de todos.

Su ambición de lustre abarcaba mucho más. ¿Qué era él todavía en la corte? ¿Quién hablaba del señor de los Peñascales, ni de la familia del señor de los Peñascales? ¿Qué periódico había cantado su opulencia, o la severa dignidad de doña Juana, o los atractivos de Julieta?

A todo esto, doña Juana y su hija Julieta, luciendo cada día un traje nuevo en paseos y espectáculos, no pasaban de ser, en espectáculos y paseos, dos señoras más, muy bien vestidas, lo cual halagaba poco la vanidad de la ex tabernera, que aspiraba a mayores triunfos.

La mayor había pasado una semana hablando de Ulises y la Odisea con un licenciado en letras que agonizaba lentamente, pensando en su tesis de doctor que jamás llegaría á leer en la Sorbona. Mientras tanto, Julieta escribía cartas.

Palabra del Dia

rigoleto

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