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El jardinero hablaba con orgullo de su estirpe: de su noble y desgraciado pariente el condestable don Álvaro enterrado como un rey en su capilla detrás del altar mayor; del papa Benedicto XIII, altivo y tozudo como todos los de la familia; de don Pedro de Luna, V de su nombre en la silla arzobispal de Toledo, y de otros parientes no menos ilustres.

Desde los tiempos del segundo cardenal de Borbón, era el señor Esteban Luna jardinero de la catedral, por derecho que parecía vinculado en su familia. ¿Cuál fue el primer Luna que entró al servicio de la Santa Iglesia Primada? El jardinero, al hacerse esta pregunta, sonreía satisfecho, y sus ojos miraban a lo infinito, como queriendo abarcar la inmensidad del tiempo.

Con voz vibrante llamó á su cochero, que estaba á alguna distancia, y dijo dirigiéndose al jardinero: Hay que llevar este desgraciado al pueblo.... ¡Oh! tía mía, exclamó con angustia Herminia, ¿estará muerto? ¡Muerto! Bah ... no se muere así como así. Está desvanecido.... Un poco de agua en la cara ... vinagre en la nariz y esto no será nada....

El jardinero de la señorita Guichard, ocupado en rastrillar un terraplén que caía sobre el bosque á lo largo de una calleja, miraba por encima de la tapia la partida de la bulliciosa cabalgata, que había salido al galope y no podía contener los caballos, estimulados por un pienso extraordinario.

Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria.

Diles á esos señores tan buenos que me contesten directamente. Podría llegar el telegrama ó la carta á tu «villa» mientras estas fuera, ¡y yo sin saber nada horas y horas!... No; que se dirijan á . Todos los días, al salir, le encargo á mi jardinero que si llega un telegrama me lo traiga al Casino. ¡Figúrate mi impaciencia!... Di que vas á hacer eso. Prométeme que no lo olvidarás.

Una tarde, aburrido de sus magníficos jardines, siempre iguales, del silencio de su casa desierta, de las distracciones crecientes del coronel, que constantemente tenía algo que hacer en Monte-Carlo ó en el pabellón del jardinero, se lanzó á pie hasta la ciudad y tuvo un encuentro. Sus pasos le llevaron maquinalmente hacia los bulevares altos, cerca de la calle donde estaba Villa-Rosa.

Ella y el príncipe parecían marchar por un parque encantado. Al dirigirse hacia la verja encontraron á don Marcos que salía apresuradamente del pabellón del jardinero. La duquesa dió su mano á Miguel, que la besó ceremoniosamente. Espero que nos veremos en el Casino. Hizo él un signo de negación. Se aburría en las salas de juego: no quería entrar en ellas.

En el momento en que la comitiva, con los novios á la cabeza, desembocaba ante la verja completamente abierta, todos los curiosos de la aldea, agrupados cerca del pabellón del jardinero, prorrumpieron en tan descompasados gritos, y los petardos, prendidos por el cochero, estallaron con tal estrépito, que todos los pájaros que anidaban en el ramaje volaron espantados.

Estos ingresos, unidos a las dos pesetas que el cabildo había asignado al jardinero después de la fatal desamortización, servían al señor Esteban para sacar la familia adelante. Próximo ya a la vejez había tenido su tercer hijo, Gabriel, un pequeñuelo que a los cuatro años llamaba la atención de las mujeres de las Claverías.