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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Quiero decir que, apenas hube reposado algún tiempo en el lecho, habiéndome despertado a medianoche, al instante se me ofreció con admirable claridad que Gloria no podía cometer una acción tan ruin por capricho. Podía abandonarme, entrar en amores con otro, coquetear, darme cordelejo y reírse.

Una noche muy oscura, mi hermano, que iba adelante por el lomo de la pared, se detiene y, volviendo la cabeza, me dice en voz baja: "Volvámonos, que ahí está el diablo". ¿Dónde? le digo yo, levantando la cabeza por encima de sus espaldas, para mirar hacia adelante; y apenas le hube divisado, de poncho y chambergo, con una mano a la espalda, en actitud de sacar el cuchillo de la cintura y echando chispas por la boca, la nerviosidad consecutiva nos hizo resbalar a los dos y caer.

Al final sólo nos daban una por día, y cuando llegué a Cádiz hube de estar sometido muchos a caldo, para que mi estómago se arreglase. Al terminar el almuerzo, Catalina y Jaime salieron al jardín. El mismo don Benito, con aires de patriarca, bondadoso, ordenó a su hija que acompañase al señor de Febrer para mostrarle unos rosales de exótica variedad que él había plantado.

Algún día quizá se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar de su vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones, aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si no emula las Memorabilia en que Xenofonte dejó reverente y filial recuerdo de su maestro Sócrates, será de seguro porque ando yo tan lejos de Xenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates: un Sócrates de tres pesetas, con principio.

A esto atendía yo, cuando de las figuras que aún quedaban de rodillas en el centro del coro se levantó una, dirigiéndose a la reja y al mismo lugar en que yo estaba. Mi impresión al verla, al ver su cara, al ver sus ojos que me miraban, fué tan viva, tan aterradora, que hube de quedar petrificado, la sangre helada, la vida en suspenso, hecho una estatua de plomo.

Cuando me hube vestido, me cogió por un brazo y se empeñó en que le acompañara á dar una vuelta por el barrio, mientras era hora de almorzar. Dispúseme á complacerle y salimos del cuarto.

El cura, apenas hube acabado de pronunciar las últimas palabras, me clavó una mirada despreciativa y, extendiendo la mano hacia la puerta, dio con los dedos dos o tres castañetas y produjo con la lengua ese sonido particular con que se arroja a los perros de los sitios donde estorban. Me levanté estupefacto, el rostro encendido de vergüenza y de ira.

Así que hube terminado la carrera, solicité y obtuve de él, no sin algún trabajo, la venia para cursar el año del doctorado en Madrid, y a la Corte me vine, donde en vez de dar consistencia a mis conocimientos, no muy seguros por cierto, en las ciencias médicas, perdí bastante tiempo en los cafés, y lo que es aún peor, contraje la funesta manía de la literatura.

»No quise insistir más; pero hube de preguntarme qué era lo que podría impulsar a Antoñita a convertirse en religiosa cambiando en celda la habitación de una joven como ella, hermosa, gentil, llena de gracia y que poseía un dote de doscientos mil francos.

Pero, apenas hube pronunciado el nombre de Pütz, saltó de su silla y tiró la pipa contra la estufa, donde se rompió mientras el tabaco se esparcía en chispas. ¡Y si le hubieran visto ustedes la cara! Les habría dado miedo. Morada, hinchada, como si le fuera a dar un ataque.

Palabra del Dia

hociquea

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