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Actualizado: 28 de octubre de 2025


Siempre que he oído a una mujer hablar de las intrigas galantes, de los enredos y travesuras de las otras, he visto que de ella decían las otras mil veces más. Y en los labios de todo aquel de quien me han referido mil horrores por su conducta poco limpia en los empleos públicos, he oído también las diatribas más enérgicas acusando a los otros del mismo pecadillo.

Un día, los habitantes de Mallorca y los peninsulares que se habían refugiado en la isla huyendo de los horrores de la guerra civil, vieron desembarcar un matrimonio extranjero acompañado de un niño y una niña. Era en 1838. Al bajar el equipaje a tierra, los isleños admiraron con asombro un piano enorme, un piano Erard, como entonces se veían pocos.

Pero si los hombres son ingratos con los mártires, el Omnipotente al menos se les declara propicio, y armado con todos sus horrores y prodigios, atestigua por ellos, conturbando á los jactanciosos dominadores.

La regularidad y noble simetría de todas las facciones infundían amor y respeto; pero las angustias del patíbulo, los horrores de la agonía, los tormentos todos estaban marcados en aquella cara flaca y macilenta, y en aquel pecho y en aquel costado herido por la lanza.

Lo peor de todo, lo que haría saltar al Obispo, era lo que se refería al abuso indecoroso del confesonario. Se contaban horrores; en fin, ello diría. Don Álvaro propuso que las cenas mensuales se suspendiesen hasta el Otoño y suplicó que se guardase el más profundo secreto.

El fenómeno que ofrecían Serafina, Julio y Gaetano, era tan admirable como si las golondrinas se hubieran quedado a pasar un invierno entre nieve. Sólo que de las golondrinas no se hubiera hecho comidilla para decir que las alimentaban los gorriones, por ejemplo. Y de la larga estancia de los cómicos, contratados unas temporadas, otras no, se decían horrores.

Para iluminar los rasgos y colores de aquel retrato que sonreía, valía la pena de que saliese el sol, de que existiese el mundo, de que la serie del tiempo trajera aquel día, aunque deslustrado por los horrores de una batalla. Estreché a la Inés de dos pulgadas contra mi corazón y la guardé en mi pecho, resuelto a no darla, aunque la materialidad del pedazo de cobre pintado no me pertenecía.

Salió a la calle aturdida, quebrantada. Tuvo que arrimarse a la pared de la casa para no caer. Los horrores y monstruosidades que le había vomitado el ama del excusador seguían sonándole como martillazos en los oídos. Hubo un instante en que creyó perder el sentido; pero del fondo de su ser salió un grito rabioso, un grito de venganza que le mandó tenerse firme.

Un sentimiento de orgullo la asaltaba, al verse tan ardientemente disputada. ¡Cuán atrevido y diestro se había mostrado su marido! ¡Y su disfraz era verdaderamente una maravilla! Si no hubiese estado prevenida, jamás hubiera reconocido al elegante Mauricio, en aquel pisaterrones. Se rió sola de los horrores que Mauricio había dicho á Bobart y á su tía.

En su puño se veía, y se vería por largo tiempo, la señal causada por el brazalete de vergüenza. Todos los horrores de su infamante vida se presentaron á su imaginación y acudió á su memoria la imagen del capellán que le exhortaba á la resignación en memoria de los sufrimientos divinos. Entonces no esperaba que cambiase su destino.

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