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Porque Dios despoja a la muerte de sus horrores y de sus inquietudes cuando el alma se exhala hacia el cielo al grito de ¡misericordia!, rodeada de corazones fervorosos, que repiten en la tierra: «¡Misericordia, misericordiaCapítulo XXVI El mundo es un compuesto de contrastes.

581 Esos horrores tremendos no los inventa el cristiano: "Es bárbaro inhumano" -sollozando me lo dijo- "Me amarró luego las manos con las tripitas de mi hijo." 582 de ella fueron los lamentos que en mi soledá escuché: en cuanto al punto llegué, quedé enterado de todo: al mirarla de aquel modo ni un instante tutubié.

Este interrogatorio me va cansando y agotaría la paciencia de un santo... No tengo nada que decir a usted y nada le diré... ¿Qué quiere usted que yo sepa de Luciana? ¡Es usted asombroso, palabra de honor! No estará contento hasta que le diga horrores de la mujer con quien se va a casar... Me importa, señora, conocer esos «horrores» para desenmascarar a los calumniadores y hacerles arrepentirse...

«Viento querido, amigo mío, sácame de aquí gritó la pluma agitando su fleco para volar. Levántame; llévame por esos aires de Dios, que no quiero ver tantos horrores. ¡Maldita sea la gloria y malditos los pícaros que la inventaron! Parece mentira que me haya dejado alucinar por tan craso disparate.

Y por en medio y encima de todo eso, se abre un cielo esplendoroso, y á lo léjos, al oriente, se alcanza á ver, sobre un enjambre de colosos de granito coronados de hielo, la cúpula del Monte-Blanco, digno baluarte de dos grandes naciones, Italia y Francia, soberana de aquel mundo de magníficos horrores que llaman los Alpes!

El señor Saumaize, un cura anciano de cabeza blanca, leyó las antiguas preces de difuntos con esa voz rápida y misteriosa que nos penetra hasta el fondo del alma y por las que parece convocar a las generaciones pasadas para que den cuenta a las presentes de los horrores de ultratumba.

Y para fortalecer su fe, un tanto quebrantada por las arremetidas de los burlones, se iba al día siguiente a ver a don Joselito, el cual parecía gozar amarga voluptuosidad, como descendiente de los grandes perseguidos, al enseñarle lo que él llamaba su museo de horrores.

Los horrores de la guerra habían pasado sobre este organismo como una llamarada que seca cuanto toca, lo apergamina, y acaba convirtiéndolo en polvo. Parecía una momia, tostada por el resplandor de los incendios, estremecida por las lágrimas y los quejidos de millares de seres. «¡Lo que esos oídos habrán escuchado!», se dijo Miguel.

El derecho de gentes que ha suavizado los horrores de la guerra, es el resultado de siglos de civilización; el salvaje mata a su prisionero, no respeta convenio alguno siempre que halla ventaja en violarlo. ¿Qué freno contendrá al salvaje argentino, que no conoce ese derecho de gentes de las ciudades cultas? ¿Dónde habrá adquirido la conciencia del derecho? ¿En la Pampa?

Al menos Obdulia, viviendo entre ataúdes, tiene sobre qué caerse muerta... Pero , ¿de qué vas a vivir? ¿Del dedal y las puntadas de ese prodigio? Verdad que como eres tan trabajador y tan económico, aumentarás las ganancias de ella con tu arreglo. ¡Dios mío, qué maldición ha caído sobre y sobre los míos! Que me muera pronto para no ver los horrores que han de sobrevenir».