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Actualizado: 23 de mayo de 2025


Los cincuenta guerreros de Fresnedo, Meloneras y Navaliego, al oir aquella señal, surgieron de improviso del bosque donde se hallaban ocultos y cayeron como buitres hambrientos lanzando gritos horrísonos sobre los mozos de Condado y Lorío. ¿Quién pudiera resistir el ímpetu de aquella juventud magnánima?

Pero no: somos demasiado pobres para eso; estamos más hambrientos aún que los perros. No, Astolfo; dales, más bien, a mis barones de comer, pues están no menos hambrientos que yo, y guarda los restos en la cueva. Nos los comeremos después, procurando que duren todo lo posible. , Astolfo, todo lo posible. En nuestra situación hay que ser muy económicos. ASTOLFO. ¡A vuestras órdenes, conde!

Su capacidad de alimentación sólo era comparable, según Isidro, a la de un náufrago que se salva o a la de un habitante de ciudad sitiada que se rinde después de varios años. Cuarenta generaciones de jornaleros hambrientos comían por su boca. En aquel mismo instante, mirando Ojeda hacia el paseo de babor, vio a Isidro que acababa de abandonar su conversación con las señoras y venía hacia él.

Yo no le conocía, pero hay que tratar mucho a los hombres. Depende de las circunstancias que se muestren tales como son. Ahora no me cabe duda de quién es Antonio. Hubiese hecho con tu madre una excelente pareja. Los dos son iguales. Unos «fachendas», hambrientos de figurar, deseosos de meterse en una esfera superior a la suya, aunque se pongan en ridículo.

Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio un tiro o una mala pedrada han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente jamás su marcha.

Con la ardiente cabeza pegada a los cristales helados, contemplaba con vista turbada aquella triste decoración de invierno: los tilos desnudos, de torcidas ramas y espolvoreados de escarcha, la fuente helada, cuyo delgado chorro, congelado como una estalactita, no dejaba ya oír su murmullo cristalino, la plazuela alfombrada de nieve en la que unos pajarillos hambrientos ponían pequeñas manchas negras, como los cuervos de pesado vuelo en la inmensidad blanca de los cielos.

Los combates y las enfermedades diezmaban a los habitantes. Juan de la Cosa, el sabio piloto autor del primer mapa de las Indias, había muerto atado a un poste por los naturales, erizado de «flechas de hierba», que convirtieron su cuerpo a las pocas horas en una masa de negra putrefacción. En los míseros bohíos del pueblo gemían los conquistadores mal heridos, hambrientos, temblando de calentura.

Anheló un puesto al servicio del templo, cobrar a principios de mes unas cuantas pesetas de manos del Vara de plata, para no ser tan gravoso a su hermano. Pero todas las plazas estaban ocupadas; sólo la muerte podía abrir huecos, y eran muchos los hambrientos que aguardaban la ocasión, alegando derechos de familia.

La cómica aparición estaba compuesta de tres animales distintos, uno sobre otro, ó más bien, de dos seres vivientes llevando en medio un féretro. El paguro nacía con la parte posterior desprovista de coraza: un excelente bocado, tierno y sabroso, para los peces hambrientos. La necesidad de defenderse le hacía buscar una caracola para guardar la parte débil de su organismo.

Dudaba de que fuese cierto su viaje. Además, le parecía inverosímil este intento de sublevación. Sería una alarma más de las muchas inventadas por la desesperación de los hambrientos. Equivalía a una locura intentar la invasión de la ciudad estando en ella las tropas.

Palabra del Dia

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