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Actualizado: 20 de mayo de 2025
Al cruzar para su cuarto vió en uno del pasillo á Soledad limpiando un vestido, y tuvo la magnanimidad de decir: «¡Hola!» Aquélla levantó los ojos y respondió con la misma gravedad y concisión: «Hola». Siguió el guapo hasta su habitación un poco sorprendido: esperaba hallarla bañada en lágrimas ó presa de algún ataque de risa convulsiva de los que á menudo la cogían.
Quedó Pedro Alonso suspenso en leyendo la epístola, y acudió presto a su valija, y el hallarla vacía le acabó de confirmar la verdad de la carta; y luego al punto, en la mula que le había quedado, se partió a Burgos a dar las nuevas a sus amos con toda presteza, porque con ella pusiesen remedio y diesen traza de alcanzar a sus hijos; pero destas cosas no dice nada el autor desta novela, porque así como dejó puesto a caballo a Pedro Alonso, volvió a contar de lo que les sucedió a Avendaño y a Carriazo a la entrada de Illescas, diciendo que al entrar de la puerta de la villa encontraron dos mozos de mulas, al parecer andaluces, en calzones de lienzo anchos, jubones acuchillados de anjeo, sus coletos de ante, dagas de ganchos y espadas sin tiros; al parecer, el uno venía de Sevilla y el otro iba a ella.
Busquemos, pues, a la genuina cordobesa donde no tengamos necesidad de profundizar o de eliminar para hallarla: busquémosla en la lugareña, ya sea rica, ya pobre; ya señora, ya criada. La lugareña es en extremo hacendosa. Por pobre que sea, tiene la casa saltando de limpia. Los suelos, de losa de mármol, de ladrillo o de yeso cuajado, parecen bruñidos a fuerza de aljofifa.
Cierta señora fue a visitar a una de sus amigas. No la 90 encontró en casa, pero en cambio vio que los muebles estaban todos llenos de polvo. Queriendo dar a su amiga una lección, escribió con el dedo sobre el polvo que cubría mesa y sillas, la palabra: puerca. Al día siguiente volvió y dijo a su amiga que la tarde anterior había tenido la desgracia de no 95 hallarla en casa.
Lo primero que notó Arturito, con desagradable sorpresa, aunque parezca extraño y nada compasivo, fue que la Sra. de Figueredo debía de estar aquella noche muy poco atormentada por la jaqueca, porque en vez de hallarla en vaporoso deshabillé, de bata, peinada muy al descuido y recostada o casi tendida en su chaise-longue, la encontró bastante atildada y compuesta, con traje casi de ceremonia, y sentada en un sillón, como si fuese a recibir una visita de mucho cumplido.
Al cabo la halló agazapada al lado de un avellano. Al verse descubierta, hizo una graciosa mueca de enfado. ¡Déjeme usted, D. Andrés... déjeme usted! Y corrió de nuevo a ocultarse en otro sitio. Andrés la siguió. Eso no vale... ya estás descubierta. Tornó a hallarla en la misma posición que antes, metida dentro del canastillo de ramas de otro avellano.
Palabra del Dia
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