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Actualizado: 17 de junio de 2025


Don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a él y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote. El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa y doña Clara desmayada.

De vez en cuando se oía la voz del cuadrillero Cachucha que gritaba: ¡Cuidado con las escopetas!... ¡Ojo, que estoy aquí!... En este momento aflictivo se abrió una pequeña puerta de la tapia de un jardín y el perro se metió por ella precipitadamente.

El Arcipreste había abierto la boca al oír a De Pas que la Regenta estaba en la catedral, según le habían dicho, y que él no había corrido a saludarla y a confesarla, si a eso venía, como era de suponer. ¿Pero qué pensará ese ángel de bondad? gritaba don Cayetano, asustado de veras. Era inútil.

La que miente es usted, que quiere por orgullo perder a un sacerdote... ¡a un santo! ¡Silencio! gritaba el presidente golpeando con la campanilla. ¡Buen santo te Dios! exclamaba la joven con sonrisa sarcástica. No calumnie usted a los demás por salvarle a él. ¡Basta! Expulsad del local a estas mujeres profirió el presidente, dirigiéndose a los hujieres.

En el segundo piso bullía, gritaba, coceaba y relinchaba toda la chusma del pueblo sin diferencia de clases, lo mismo el marinero de altura que el que pescaba muergos en la bahía o el peón de descarga; la señá Amalia la revendedora igual que las que acarreaban «el fresco» a la capital.

Mi criada tiene a su molinero que le dice al oído palabras que le encienden el rostro; aquí oigo carcajadas del placer que causan emociones para desconocidas...». En aquel momento tuvieron que detenerse entre la multitud. Había un drama en la acera. Un joven alto, de pelo negro y rizoso, muy moreno, vestido con blusa azul, gritaba: ¡La mato! ¡la mato! Dejadme, que quiero matarla.

Cuando la melindrosa de su hermanita los oía, ¡santo Dios!, en seguida iba corriendo a llevar el cuento a su padre. «Papá, Alfonsito está diciendo cosas...». Y D. Francisco, que aborrecía los lenguarajos, gritaba: «Niño, ven aquí pronto.

Don Robustiano Somoza, que ante todo era higienista público, gritaba en todas partes: ¡Pues es claro! Pues si es lo que yo vengo diciendo hace un siglo; pero aquí no se puede luchar con las preocupaciones, con el fanatismo.

Antes de que los perros anunciasen su proximidad, oía ella el trotar del caballo. ¡Pero, cegato! gritaba a su marido. ¿No oyes que viene Rafaé? Anda a sostenerle el cabayo, mardecío.

En aquel momento se abría la puerta del patio con estrépito y sonaban dentro carcajadas. El Magistral reconoció la voz de Visita que gritaba: ¡Pues no señor! no son azules.... , señora, azules con listas blancas respondía Paco, batiendo palmas. ¿A que no? ¿a que no?

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