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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Juan hace su confesión; no oculta nada, desde su primer encuentro con Gertrudis hasta el instante en que un estremecimiento de horror lo arrancó de los brazos de Martín para arrojarlo a la noche lluviosa. Lo que ha pasado después termina, puede decirse en dos palabras. Corrí sin saber adónde, hasta que el agua y el frío me volvieron a la realidad.
Parece que todavía me guarda algún rencor porque me permití descubrir el escondrijo donde amontonaba, como la marmota, lo que iba robando. Estás prevenido contra él gruñe Martín; lo mismo que Gertrudis... Sois injustos, cruelmente injustos con él. Juan mueve alegremente la cabeza; y, señalando con el dedo una puerta que conduce a una habitación de madera, recién construida, pregunta. ¿Qué es eso?
Ahí están las llaves... quizás se nos ocurra alguna idea. Juan descuelga el manojo de llaves y la sigue al patio, donde el sol del mediodía lanza sus rayos ardientes. Abre el molino dice Gertrudis. Allí hace fresco. El obedece; y ella sube de un salto los escalones y entra en la penumbra de la sala, donde reina el silencio del domingo.
Ya encontraremos dice ella riendo; se dirige a la cocina. Al cabo de media hora reaparece: Ya se han marchado. Ahora estamos libres. Se sientan uno frente al otro y buscan en su imaginación. Nunca volveremos a encontrar una diversión como la del domingo pasado dijo Gertrudis suspirando. Y, después de un momento: Escucha, Juan. ¿Qué? ¿Sabes que tú eres para mí un verdadero don del cielo? ¿Por qué?
Me es imposible soportar por más tiempo la soledad, y he resuelto casarme. Mi prometida se llama Gertrudis Berling; es hija del propietario de un molino de viento de Lehnort, a dos leguas de nuestra casa. Es muy joven todavía y yo la quiero mucho. La boda se efectuará dentro de seis semanas. Si puedes, pide permiso para venir. Querido hermano, te suplico que no me guardes rencor.
Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta.
Las caras de los otros servidores que halló al paso estaban de la misma suerte, graves y taciturnas, lo cual aumentó extraordinariamente su agitación. María le seguía. Cuando llegaron a la habitación de doña Gertrudis observaron que dentro había algunas personas, las cuales, al verlos, vinieron hacia ellos en ademán de detenerlos.
Gertrudis se ha puesto lívida; toda desconcertada, lo mira fijamente. El, tratando de recobrar el aliento, hunde sus miradas en la sombría corriente. ¡No había pensado en ello, Juan! balbucea la joven implorando su perdón con los ojos. Juan se echa a reír. Una alegría feroz, que le hace olvidar todo peligro, se apodera de él.
¿Dónde has encontrado esto? pregunta Gertrudis, impresionada por el título. Un camarada, que era músico, tenía estas canciones en un gran cuaderno. De allí las copié yo. El que las ha hecho se llamaba Molinero de apellido y creo que ejercía además ese oficio. ¡Lee, lee, pronto! exclama Gertrudis. Pero Juan se niega. Es demasiado triste dice cerrando el libro. Será otra vez.
La joven inclina su cabeza sobre el pecho de Juan, le echa los brazos al cuello y llora. Al día siguiente dice Gertrudis: Ayer me porté como una chiquilla, Juan, y creo que, a poco más, caigo al agua. Ya habías perdido el equilibrio dice él. Y se estremece al recordar el terrible instante. Una sonrisa sentimental pasa por los labios de Gertrudis.
Palabra del Dia
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