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Actualizado: 26 de mayo de 2025
Y Gertrudis deja escapar entonces de sus labios un torrente de palabras confusas; está casi muerta de impaciencia, y habla mal del reloj, que parece retardar la hora de la comida, y de los absurdos zapatos de baile en los que sus pies no querían entrar... Están demasiado ajustados, me aprietan mucho; pero son bonitos ¿no es verdad?
A la semana siguiente, un día que Martín se ha encerrado en su despacho Gertrudis se arma de valor y dice: Mira, Juan; es una locura que estemos atormentándonos de este modo. Dejemos dormir esa tonta historia. ¡Si fuera tan fácil hacer como decir! exclama él con expresión melancólica. Ella lanza una alegre carcajada, y él ríe también. En realidad es muy fácil.
Juan, he sufrido mucho por causa tuya... he envejecido veinte años lo menos... Estoy débil y enferma... ten piedad de mí... no me toques... no quiero volver a entrar en la casa de tu hermano manchada con una falta. Gertrudis ¿has venido aquí para torturarme?
Entonces habría concluido para siempre dice la joven con un profundo suspiro. Pero, un instante después, se ríe ella misma de su locura. Pasan los días. Juan, como camarada de juegos, ha sobrepujado todas las esperanzas de Gertrudis. Los dos son inseparables; y Martín se ve reducido al papel de espectador... no puede, con una sonrisa gruñona, hacer más que decir amén a todas sus locuras.
Entonces se levanta, y, cogiendo a su mujer de la mano, agrega: Míralo, Gertrudis, se ha incomodado... ¡Ven acá, pilluelo!... Es ella... mírala bien... ¿Es con ella con quien has pretendido incomodarte?
Creía que lo habías hecho a propósito replica ella, muy indiferente en apariencia. El no responde nada y Gertrudis menea dulcemente la cabeza como diciendo: ¡Tenía razón, pues! Pasan los días. Entre Juan y Gertrudis, las relaciones son más frías que antes. No se evitan, charlan juntos; pero no pueden emplear el tono alegre, de franca y libre amistad, de otros tiempos.
Escudriñan sin ningún resultado, durante dos horas, por lo menos, y de repente, Gertrudis, que no tiene miedo de meterse en el rincón más recóndito del granero, anuncia que ha encontrado lo que buscaba.
¡Qué lástima, Isidorito, que usted no hubiese estudiado para médico! ¡No sé por qué se me figura que habría de tener usted mucho ojo para las enfermedades! El joven se ruborizó de placer. Doña Gertrudis, me honra usted demasiado; no tengo otro mérito que el de fijarme bien en lo que traigo entre manos, lo cual me parece de absoluta necesidad en cualquier carrera a que uno se consagre.
Al cabo dijo en tono indiferente: ¿No sabe usted?... Enrique ha conseguido cambiar el aderezo, y ayer ha llegado el otro sin novedad. Vaya, gracias a Dios repuso doña Gertrudis, abriendo los ojos . Bien creí que no se lo cambiarían. ¿Por qué no? ¡Toma!, porque vendiendo el otro se habían deshecho de una antigualla de la cual no sé cómo saldrán ahora.
Palabra del Dia
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