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Actualizado: 17 de julio de 2025
Vió en una plaza las estatuas de cuatro reyes de España... Pero todos estos recuerdos sólo le inspiraron un interés fugaz. Le preocupaban el movimiento extraordinario de las calles, el gentío formando grupos para escuchar la lectura de los periódicos. Muchas ventanas tenían banderas nacionales entrelazadas con las de Francia, Inglaterra y Bélgica.
Su paso producía escándalo. Las mujeres sonreían, y no faltaban chuscos que requebraban a aquellos mamarrachos, como si realmente fuesen jóvenes disfrazadas. Después venía la parte seria e interesante de la procesión, y el alboroto del gentío cesó instantáneamente.
Dos perros enormes, hirsutos, fieros, puestos de patas en la borda lo mismo que personas, saludaban igualmente con ladridos contorsionantes que convertía la distancia en gestos mudos. Fue quedándose atrás el buque de vela. Se mantuvo un instante paralelo a la proa; luego, para seguirle, tuvo el gentío que correrse por las cubiertas.
La misa terminó, algunas señoras se pararon, persignándose; en seguida, con un sofocado rumoreo, todo el elegante gentío se levantó también, y lentamente, formando hilera, comenzó a salir. Los bancos quedaron vacíos. Apagados los cirios, una penumbra en el silencio fue amortiguando el brillo de los altares, y las estatuas vestidas de los santos se anegaban de sombra en sus nichos.
Debía andar por abajo, entre el gentío que llenaba la plaza, pensando sin duda con terror en que había de levantarse antes del alba para decir la misa a las monjas. El palacio del Ayuntamiento estaba adornado con guirnaldas de luces, que reverberaban sobre la fachada de la catedral, dando a la piedra un resplandor rojizo de incendio.
Viendo que la cuestión se agriaba, empeñeme en romper por medio del gentío, y esto causó nueva confusión y reconvenciones. Al mismo tiempo entre los diputados sonó rumor de disgusto por lo que pasaba en la tribuna, habló el presidente imponiendo silencio a los galerios, y acallados estos un tanto, el diputado Teneyro tomó la palabra.
Rehecha en Santa-Fé aquesta armada, Camina á Buenos Aires por el rio, Tambien por tierra va gran cabalgada De gente, que no teme sol ni frio: Y siendo ya la cosa bien guiada, A pesar de la tierra y su gentìo, Los unos y los otros allegaron Al puerto Buenos Aires, y poblaron.
Es una desgracia. Lo importante es entrar a matar con guapeza, como él lo hace.» El toro, después de correr cojeando con dolorosos vaivenes, que hacían bramar al gentío de indignación, quedó inmóvil, para no prolongar más su martirio. Gallardo tomó otra espada y fue a colocarse ante él. El público adivinó su trabajo. Iba a descabellar al toro: lo único que podía hacer después de su crimen.
Gallardo atravesó una gran sala pintada de cal, sin mueble alguno, donde estaban sus compañeros de profesión rodeados de grupos entusiastas. Luego se abrió paso entre el gentío que obstruía una puerta, y entró en una pieza estrecha y obscura, en cuyo fondo brillaban luces. Era la capilla. Un viejo cuadro representando la llamada Virgen de la Paloma ocupaba el frente del altar.
No faltaba quien cortara el vidrio con el diamante de una sortija para practicar huequecillos allí donde no los había. ¡Qué desorden, qué rumor de gentío impaciente y dicharachero! Las personas extrañas, que habían ido en calidad de invitadas, eran tan impertinentes que querían para si todos los miraderos.
Palabra del Dia
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