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Rehecha en Santa-Fé aquesta armada, Camina á Buenos Aires por el rio, Tambien por tierra va gran cabalgada De gente, que no teme sol ni frio: Y siendo ya la cosa bien guiada, A pesar de la tierra y su gentìo, Los unos y los otros allegaron Al puerto Buenos Aires, y poblaron.

Algunas veces, de repente, venía a morderle el recuerdo de sus triunfos escénicos, la gloria artística conquistada sobre las tablas, y golpeando el piano con la sublime furia de la cabalgada de las walkirias, lanzaba el ¡hojotoho! de Brunilda, el grito de guerra impetuoso y salvaje de la hija de Wotan; relincho armónico con el cual había puesto en pie a muchos públicos y que en aquella soledad estremecía a Rafael, haciéndole admirar a su amiga como una divinidad extraña; cual una diosa rubia de ojos verdes, acostumbrada a cabalgar sobre los hielos, entre los torbellinos del huracán, y que en el país del sol se resignaba a ser mujer.

¡Oh, musa! canta; ¡la cabalgada de Federico Bullen! ¡Oh, musas, venid en mi ayuda para cantar los caballerescos varones, la sagrada empresa, las hazañas, la batida de los patanes malandrines, la terrible cabalgada y temerosos peligros de la flor de Bar Sansón! ¡Ah, musa mía! ¡Desdeñosa estás!... Nada quiere con este animal coceador y con su andrajoso jinete, y fuerza me es seguirlos en simple prosa.

Su piel apergaminada dejaba visibles las aristas y oquedades del esqueleto. Su faz de calavera se contraía con la risa sardónica de la destrucción. Los brazos de caña hacían voltear una hoz gigantesca. De sus hombros angulosos pendía un harapo de sudario. Y la cabalgada furiosa de los cuatro jinetes pasaba como un huracán sobre la inmensa muchedumbre de los humanos.

Las fuerzas ciegas del mal iban á correr libres por el mundo. Empezaba el suplicio de la humanidad bajo la cabalgada salvaje de sus cuatro enemigos. Las envidias de don Marcelo El primer movimiento del viejo Desnoyers fué de asombro al convencerse de que la guerra resultaba inevitable.

Aceptó con gusto que Tchernoff consumiese estos recuerdos de la época en que vivía él luchando con su hijo. Después de saborear el vino de la avenida Víctor Hugo, sentía el ruso una locuacidad visionaria semejante á la de la noche en que evocó la fantástica cabalgada de los cuatro jinetes apocalípticos.

La cabalgada no excitó comentario alguno de los espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solamente cuando alcanzaron la hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló cuatro palabras en relación con el caso: el que desease conservar su vida, no debía poner más los pies en Poker-Flat.