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Actualizado: 24 de junio de 2025


Tan lejos fué este celoso prelado, según refiere Don Gaspar de Villarroel, arzobispo de Lima, que acostumbraba decir de Lope de Vega, cuyas comedias habían vuelto otra vez en el teatro, que «un solo sacerdote había compuesto mil comedias, con las cuales había traído más pecados al mundo que mil demonios

Nada, que se han apoderado de ella como hicieron con la hija del banquero francés, con Teresita, con Sofía, con la viuda de Parque... ¡Todas ricas! murmuró don Gaspar.

Don Gaspar de Fuensalida prestó la fianza de 300 ducados: la prueba duró algunos meses, y en ella declararon Carreño, Zurbarán, Ángelo Nardi, el Marqués de Malpica, el portugués Marqués de Montebello y Alonso Cano, el cual afirma que «jamás oyó decir que Velázquez practicase el oficio de pintor ni hubiera vendido cuadros, sino que los hacía por gusto en obediencia del Rey para ornato de Palacio, donde desempeñaba cargos honrosos».

Tan conforme estoy contigo en lo esencial dijo Morsamor que tu sermón es inútil porque predicas a un convertido. Antes que todo y sobre todo yo quiero gloria y harto sabes cuan dispuesto y apercibido estoy a buscarla. Concertado lo tengo todo con los ricos mercaderes genoveses Gabriel Adorno y Gaspar Salvago.

El joven escribió el prólogo, mostrándose satisfecho de la retribución. ¡Cinco mil reales, de los cuales llevaba comidos cerca de la mitad!... Le quedaba cuerda para dos meses largos, y en este tiempo, raro sería que don Gaspar, halagado por el éxito, no desease hacer otro libro. Decididamente, la vida era alegre.

Siéntese usted, joven. Está usted en su casa: ya sabe que le considero como de la familia. Y el senador don Gaspar Jiménez acariciaba a Maltrana con aquellas palmaditas protectoras que enorgullecían al joven. Estaba en el despacho del personaje, habitación amueblada con la severidad que correspondía a un hombre de su importancia y su seso. Las sillas eran de cuero, las paredes obscuras.

Luego de conocerla y ahondar en su alma con el trato, se hacía querer, pero le faltaban esas gracias corporales que hechizan los sentidos y dominan la voluntad. Don Gaspar lo sabía y por ello la amaba doblemente: como hija y como hija fea que ha de ser resarcida en cariño paternal, de aquel otro afecto menos puro, que no habían de profesarle los hombres.

Con Espronceda, Ros de Olano, Enrique Gil y Florentino Sanz asistía al cenáculo del café del Príncipe, amable lugar donde se forjaron algunas de esas queridas narraciones que tanto nos han emocionado en nuestros primeros devaneos sentimentales, cuando pasábamos horas enteras devorando las pintorescas ediciones de Gaspar y Roig.

Además de este natural afecto, el buen hombre sentía otros: amaba, en primer término, a su prima, la anciana labradora que tenía en arriendo «El Encinar», Catalina Lefèvre, y a su hijo Gaspar, que había entrado en quinta aquel año, un buen muchacho, novio de Luisa y cuyo regreso esperaba la familia cuando la campaña terminase.

Podría ser que el arzobispo que un día se llamaba don Bernardo, se llamase al año siguiente don Gaspar y al otro don Fernando; lo imposible e inverosímil era que la catedral pudiese existir sin tener algún Luna en el jardín, en la sacristía o en el crucero, acostumbrada durante tantos siglos a sus servicios.

Palabra del Dia

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