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Mare bendita, ¿cuándo ha caído este cacho de firmamento? ¡Bendígate Dios, salero, que me has deshecho el alma con ese taconeo chiquito! Pocos transeuntes cruzaban sin verter en su oído algún requiebro. Los grupos se abrían para dejarla paso. La gentil tabernera marchaba sin fijar la atención en tales palabras, sin oirlas siquiera, totalmente abstraída de lo que la rodeaba.

No tardó en salir a la carretera. La luna brillaba en lo alto del firmamento. De vez en cuando, grandes nubes espesas, flotantes tapaban su disco, pero al instante volvía a lucir. En las regiones superiores de la atmósfera soplaba un viento huracanado. Abajo parecían reinar el silencio y la paz. Josefina no salía de su desmayo. El conde le limpiaba con su pañuelo la sangre.

El firmamento mostraba sus purísimos senos sonriendo a todos los deseos de dicha, a todas las aspiraciones placenteras de los mortales, hasta a las de la hermosa virgen que iba por su voluntad a perderlo de vista y a hundirse para siempre entre las sombras del claustro.

Y calculando así, miraba contristado el paisaje ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío manchón del soto, la verdura de los prados y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda. ¡Cómo ha de ser!

Por último, sosegó la tempestad del cielo. Poco a poco habían ido desapareciendo detrás de las montañas los espesos nubarrones que manchaban la faz del firmamento. Unos cuantos que habían quedado rezagados y que a largos intervalos, cruzando por delante de la luna, sumían a la tierra en las tinieblas, también traspusieron los picos de las montañas.

Así iba desgranándose el racimo de los días de invierno, lentos aunque breves, sin que Amparo viese brillar un rayo de claridad en el firmamento ni en su destino. Aplanose su espíritu, y cometió un acto de flaqueza.

Presente, mi capitán le dijo blandamente al oído. La joven se estremeció, volvió rápidamente la cabeza y, echándole una mirada torva, siguió contemplando en silencio el firmamento. Antoñico se apoyó á su lado en el marco de la ventana, y después de una larga pausa dijo en voz baja: Soy yo, el arrastrao, el sinvergüenza de Antoñico, que está dando las boqueadas como un pez fuera del agua.

Apenas, en lo restante del firmamento principiaba a verse una que otra estrella como el vago apuntar de la idea en el cerebro. Don José desparramó su vista por toda la redondez de arriba, y apuntando con suficiencia de astrónomo a un astro que brillaba más a cada instante, dijo lacónicamente: «¡Júpiter!». Isidora también miro, pero con escarnio y desdén. «¡Qué horrible está la lunamurmuró.

Esta halagadora idea, dispersó las últimas nubes que obscurecían mi ánimo, y pensé en la hermosura del firmamento, en las dulzuras de la vida y en el talento que tienen las tías cuando se van al otro mundo. Mis segundas ideas fueron dedicadas a mi tío.

Durante las noches clarísimas, cuando el firmamento aparece cubierto de estrellas y pretendo contar uno por uno aquellos mundos de luz más grandes que el Sol y la Tierra, me consuelo ante aquellas miriadas de mundos de no haber podido visitar las pequeñas porciones de tierra que se llaman los Pirineos, o las insignificantes gotas de agua del Océano.