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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Fernanda y Blanca, con Montifiori y sus amigos, habían pasado los tres días en una jarana completa: en el corso, en los bailes, en las tertulias particulares, Fernanda y Blanca habían sido conocidas en todas partes; pero eso era lo que ellas buscaban en medio de la turba de corsarios de gran tono, que les daban caza a través de aquellas noches de locura.
Era en efecto el doctor Montifiori, el marido de Fernanda; un ex-diplomático de un país híbrido como la Herzegovina o el Montenegro: no importa. Mientras nos detuvimos, yo lo observaba. El doctor Montifiori era un personaje de edad reservada, pero con aire de garçon. Sabía llevar con cierta elegancia negligente la ropa que vestía y se conocía que el gusano había vivido siempre dentro de seda.
Fernanda me estrechó la mano y Blanca acometió a su marido con los mimos y las zalamerías con que acostumbraba a hacerlo siempre delante de los extraños.
El sabía y conocía su situación; encontraba alegre la vida en el salón de Fernanda y de Blanca, hacía en él sus campañas amorosas y perdía como todo hombre feliz en amores, sus buenos billetes de banco.
Manuel Antonio aprovechó la ocasión para darle un abrazo más. ¡Anda tú, grosero, desconfiadote! Enséñale la carta, Paco... ¿Tú conoces la letra de Fernanda?... ¿No?... Pues yo sí y aquí D. Cristóbal también, porque Emilita recibe a cada momento cartas de ella... Tú eres demasiado modesto, Santos. Yo no te diré que seas un real mozo, pero tienes cierta gracia y cierto aquel... vamos...
Hubo después algunos instantes de silencio embarazoso. Ella se puso a jugar con el clavel de Fernanda, azotándose las rodillas, mientras lanzaba frecuentes miradas al conde, que permanecía confuso sin saber qué decir ni dónde poner los ojos. Por último, los de uno y otro se encontraron y sonrieron.
Y como queriéndome dar confianza, agregó: ¡Pero usted es un hombre! ¡Señora... señorita!.... Y a una finísima mirada de don Benito, imperceptible casi, yo extendí mi brazo y Blanca se colgó de él con franco y dulce abandono. No podía darse un retrato más semejante a Fernanda.
Fernanda no había presenciado nada de esto. Estuvo a primera hora en el bosque, haciendo de ninfa pudorosa como sus compañeras; pero cansada pronto del papel, se apartó de ellas y comenzó a discurrir por los lugares más solitarios.
Sí que ven, saluda te digo y mi tía, al propio tiempo que le ordenaba a mi tío que saludase, hacía repetidos movimientos de cabeza en dirección al palco central, sin que fuesen notados por sus ocupantes. ¿Quiénes son, señora? preguntaba Fernanda.
Tenía ella demasiado talento y orgullo para mostrarse herida de la corta plática que acababa de tener con su antigua novia. Le acogió con la misma sonrisa, dirigiole la palabra con su habitual y afectada ligereza, y no se acordó ni del nombre de Fernanda. Pero sus labios pálidos se contraían de coraje cada vez que le veía volver los ojos hacia aquélla. Y el incauto lo hacía amenudo.
Palabra del Dia
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