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Actualizado: 8 de mayo de 2025
El doctor me ha conseguido un empleo, muy bueno, en la hacienda de Santa Clara, que, como tú sabes, es del señor Fernández, el papá de Gabrielita, tu compañera de Conferencia. Estuve en la casa de ese caballero que es muy buena persona; me recibió con mucha cortesía, como a un amigo, no como a empleado, nos arreglamos en un dos por tres, y el día 15 salgo para la hacienda.
Para hablar contra el tigre del Maestrazgo, poner a don Luis Fernández de Córdova por cima de Zumalacárregui y por las nubes a Espartero, se le animaban los ojos, su lengua cobraba fuerza, sus palabras color, y hacía prodigios con la memoria.
La señorita Gabriela, objeto frecuente de las iras del niño, a causa, sin duda, de que sólo ella le corregía y le castigaba, pasaba ratos muy amargos. El corcovadito la aborrecía de muerte, como a todos cuantos se oponían a sus caprichos y deseos, y a la menor corrección la insultaba con dichos y palabras de taberna. La joven solía implorar en su defensa la autoridad del señor Fernández.
D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN, hijo del poeta ya nombrado de igual apellido, nacido en Madrid en 1760 y muerto en París en 1828 después de una vida muy agitada, se consagró desde un principio al teatro, proponiéndose su reforma como fin principal de su existencia.
No hacia menos interesante este castillo la malhadada suerte de su dueño D. Alonso Fernandez Coronel, sitiado en él por el rey D. Pedro en persona y por el maestre de Alcántara D. Juan Nuñez de Prado, vencido tras una obstinada defensa y en sus propios estados degollado.
¿Qué? preguntó el dominico; ¿tienen los alumnos alguna queja de mi conducta? Padre, nos hemos convenido desde un principio en no hablar ni de usted ni de mí. Hablamos en general: los estudiantes, tras de no sacar gran provecho de los años pasados en las clases, suelen muchos dejar allí girones de su dignidad, si no toda. El P. Fernandez se mordió los labios.
Lo raro era que no se le hubiera ocurrido a ella antes, porque en aquella carta de Loyola, en aquella famosa carta de Pedro Fernández, que se sabía ella de memoria, estaba perfectamente encerrada en su primera parte... «Si la señora condesa de Albornoz viene a Loyola a confesar sus pecados y pedir a Dios perdón de sus extravíos, no tiene que fijar hora ni tiempo, porque todos son igualmente oportunos...»
El señor Fernández me habló de la belleza del camino, de la buena condición del caballo que me había mandado, y terminó preguntándome por mis tías. ¿Y Angelina? dijo la señorita. ¿Angelina?... En San Sebastián... con el P. Herrera... contesté. Papá: ¿conoces a esa joven?
Cuando los Aguilares , los Coroneles y los Fernandez de Córdoba habitaban este castillo, resonaban en su torre de homenage ¡cuántos juramentos de fidelidad noblemente cumplidos; en sus altos salones cuántos clamores de júbilo los dias de cacería, de fiestas, de bodas; cuántas bendiciones en su soportal embovedado, adonde acudian los pobres de la comarca; cuántos gritos de victoria y sinceros parabienes por todo su ámbito, desde los baluartes esteriores hasta los elevados chapiteles de las torres, cuando sus dueños volvian triunfantes de las sangrientas lides con los infieles! ¡y cuántos ayes lastimeros no se habrán exhalado de sus fuertes muros cuando murieron uno tras otro en Algeciras aquellos dos hermanos, los ricos-hombres D. Gonzalo y D. Fernando Ibañez de Aguilar, sus bizarros señores!
¡Qué día! exclamó melancólicamente Fernández, disimulando el legítimo orgullo que el recuerdo de sus proezas le causaba . A eso de las ocho de la mañana vi salir de la oficina al capitán D. Luis Daoiz.
Palabra del Dia
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