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Actualizado: 16 de julio de 2025


El día siguiente fué todo sobresalto y amargura. Quevedo opinó que la enfermedad era inflamación de las meninges, y que el chico estaba en peligro de muerte. Esto no se lo dijo al padre, sino á Bailón para que le fuese preparando. Torquemada y él se encerraron, y de la conferencia resultó que por poco se pegan, pues D. Francisco, trastornado por el dolor, llamó á su amigo embustero y farsante. El desasosiego, la inquietud nerviosa, el desvario del tacaño sin ventura, no se pueden describir. Tuvo que salir á varias diligencias de su penoso oficio, y á cada instante tornaba á casa, jadeante, con medio palmo de lengua fuera, el hongo echado hacia atrás. Entraba, daba un vistazo, vuelta á salir.

Aprovechándose de aquel movimiento del alma, desprendió su brazo de la mano de Isidora, y con toda energía le dijo: «Dios te ampare». Ya estaba distante cuando oyó esta voz sarcástica: «¡Farsante!». Aquella misma noche desapareció Isidora de la casa de sus buenos amigos, dejándoles un papelito que decía: «Emilia, Juan José, amigos queridos: no soy digna de vivir en vuestra casa.

Unos decían que era un farsante que había huido para comerse en el extranjero los millones robados a sus clientes con la hipócrita comedia de su sencillez y su filantropía; otros aseguraban que era un desgraciado, un iluso, que, enloquecido por anteriores triunfos, se había empeñado en sostenerse a la baja, perdiendo su capital y el de sus admiradores, para huir al fin, pobre y avergonzado, sin que su deshonra le valiera nada.

No les alimentaba con mijo y manteca de palma, como los demás negreros; sino que les daba pescado ahumado, habichuelas y miel. Los alimentaba mejor que a los marineros. No había sublevaciones; al revés, había negro que, salido de la prisión, al verse en el barco con cierta libertad y sin ser golpeado, consideraba al capitán como a un bienhechor. El farsante del vasco sonreía dulcemente.

Tan decidido que estaba, hacía poco, a defenderle, y ahora de buena gana le hubiera mordido. ¡Sacramento! Una oleada les separó y Esteven desapareció en el torbellino, siempre sonriendo, como hombre satisfecho de mismo y de los demás. O era un gran farsante o, efectivamente, la quiebra de Schlingen no le había tocado sino de refilón.

Y volvía a reír cruelmente, regocijada por el contraste entre las palabras del discurso y aquella loca proposición de abandonarlo todo para seguirla en su correría por el mundo. ¡Ah, farsante!

Porque aquellos terribles papeles con que su presencia de espíritu y su enérgica audacia habían anonadado al farsante, eran simplemente tres o cuatro cartas de sus administradores que en el cajoncito del secrétaire estaban guardadas. El hecho vergonzoso era cierto, mas las pruebas no existían, y muerta la Peñarrón, único cómplice, dos años antes, imposible era que Jacobo descubriese ya el engaño.

Palabra del Dia

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